Introducción
“La Iglesia jamás glorificó
el trabajo, como se ha dicho a menudo; más bien se inclinó a reforzar el
carácter penitencial del trabajo manual. Este constituye una disciplina necesaria
para debilitar lo terrenal y promover la humildad y la espiritualidad. El
carácter punitivo, más bien que el ennoblecedor, del trabajo fué lo
predominante a los ojos de la Iglesia medieval; por tanto, puede ser
considerada como una precursora de las opiniones de Calvino, Ruskin, Morris y
Tolstoy”.
(Barnes, 1955:138).
Cuando se quiere dilucidar el alcance de una idea,
significado o concepto, podemos optar por dos vías: examinar la materialidad a
la cual hace referencia para desprender de allí su uso, o realizar un ejercicio
hermenéutico a partir de los campos semánticos en los cuales se inserta este
concepto. La primera opción nos lleva a los hechos históricos; la segunda, a la
dimensión filosófica. En todo caso, la orientación del tema es, precisamente,
la discusión respecto de la evolución que dicho concepto –el de trabajo– ha
experimentado a través del tiempo, en los diez siglos en los cuales
convencionalmente se establece el período medieval; etapa que no corresponde,
desde el punto de vista del desarrollo de los pueblos, a un período homogéneo
ni mucho menos, sino que es, quizá como ninguna otra, una etapa meramente
cronológica. De hecho, Oriente, Bizancio y Europa muestran aspectos
diametralmente opuestos, inclusive, en el nivel de desarrollo que alcanzan
dichas civilizaciones, aun en el período de la llamada Baja Edad Media (siglos
VI al X).
Retomando lo dicho, este trabajo tratará de responder al
objetivo desde la perspectiva filosófica. Con todo, en un primer término, se
esbozará una contextualización genérica de la época, en relación con el tema;
en segundo lugar, se perfilará una definición de la filosofía medieval y luego
se examinará la perspectiva ontológica de los principales pensadores de dicho
período para derivar –en caso que el punto no se trate directamente– la
dimensión semántico-axiológica que se le otorga al concepto de trabajo, dentro
de ese marco de referencia. Finalmente, la síntesis no sólo presentará un
resumen conceptual, sino también un proceso de reflexión y análisis del tema en
comento.
* * *
A pesar de que, como hemos dicho, la vida de Europa se
desarrolla por derroteros diferentes a los de otras culturas que abarcan el
mismo período cronológico, haré una breve referencia a las culturas más
relevantes tanto en Oriente como a la bizantina, para ilustrar lo que sucede en
el momento.
Uno de los ejemplos más patentes será, acaso, el de
Imperio Sasaní, que dominó lo que hoy conocemos como Irán, desde los siglos IV
al VII. Bajo una administración fuertemente centralizada, su base económica era
la agricultura, de tradición mesopotámica. Como señala Claramunt (2001:49),
Los latifundios, en manos de la nobleza y de los grandes
templos del fuego, configuraban el modo de explotación más corriente. Los
esclavos, según parece, estaban en un proceso de emancipación, si bien los
campesinos llamados libres estaban sujetos a la tierra como los siervos de la
gleba. Las leyes dictadas por varios soberanos protegieron a los campesinos
frente a los nobles, pero ninguna les eximió del pago de impuestos de
capitación y de los que gravaban la tierra. En las llanuras fértiles de
Mesopotamia, la irrigación estaba meticulosamente reglamentada y la prosperidad
del mundo agrícola fue lo que permitió el desarrollo urbano.
Este desarrollo urbano, como sabemos, está estrechamente
ligado al comercio, actividad fundamental de esta sociedad, no sólo a manera de
subsistencia, sino como forma de relacionarse de manera global (China, Oriente
en general, mundo mediterráneo), lo que permitió no sólo formar alianzas estratégicas,
sino también desarrollar tecnología ad hoc, por ejemplo, para las flotas
marítimas. Este sustento comercial hace que el denar (oro) y el direm
(plata) se hallen entre las monedas “fuertes” del comercio internacional.
Con todo, los mayores beneficiarios del comercio y de la
riqueza agrícola son los nobles y la clase sacerdotal. En tanto, el pueblo
común sigue cargando con el peso de la mayoría de los impuestos.
Otro gran hito en este período es el surgimiento del
Islam, a comienzos del siglo VII, el que de manos de los califas llega a expandirse, conquistando buena parte de los
territorios bizantinos, específicamente los de Palestina, Siria y Egipto,
además de anexar el Imperio Persa. Esta expansión político-religiosa trae como
consecuencia, eso sí, la revitalización económica de los territorios
conquistados. Contrario a lo que se pudiera pensar, la economía musulmana había
heredado las tradiciones romano-bizantinas, observable en los sistemas de
acuñación de moneda y en el desarrollo de las ciudades y de la vida urbana, en
general.
Para el Islam, en efecto, el centro de su accionar son
las ciudades y en éstas su principal signo es el económico: constante
intercambio, establecimiento permanente de mercados, centro de redistribución
de productos y punto neurálgico de arribo en las rutas comerciales. El Islam,
al unir los extremos meridionales del mundo conocido, estableció una red
comercial entre el Mediterráneo y el Índico, entre Oriente y Occidente. Por
ello, la actividad comercial estaba fuertemente regulada, sujeta a normas y
fiscalizaciones bastante estrictas. En todo caso, nos recuerda González
(2001:59) que
(...) a pesar de la importancia del comercio y de las
actividades urbanas, la economía del Islam se basaba en la agricultura. En este
campo, como en muchos otros, se mantuvieron las tradiciones anteriores y hubo
pocos cambios./.../ En la mayoría de los territorios conquistados, la vieja
aristocracia latifundista se integró pronto en el Islam, al tiempo que la
aristocracia árabe se beneficiaba de los repartos de tierras fiscales
auspiciados por los omeyas. Ello quiere decir que la condición tradicional del
campesinado siguió siendo la misma después de la conquista. Ésta, como ha
escrito R. Mantran, «no representó para el campesinado no propietario mejora
alguna de su condición». Y por lo que hace a los pequeños propietarios libres,
fueron víctimas del proceso irreversible de formación de grandes propiedades
por parte de los ricos comerciantes de las ciudades.
En Occidente, en tanto, con las invasiones germánicas
del siglo V se da paso a la caída del Imperio Romano, sufriendo las más
importantes consecuencias, precisamente, la actividad comercial. Desde ese
momento, cada región debió ingeniar maneras de subsistencia autónomas, en lo
posible, llegando inclusive a un nivel similar al de la Edad de Hierro, a
consecuencia del decaimiento del desarrollo material. O como nos recuerda
Pounds (1992:131): “Las técnicas que los romanos habían perfeccionado, sobre
todo en la construcción, el urbanismo y las artes gráficas y plásticas, cayeron
primero en desuso y luego en el olvido. Había miedo e inseguridad en todas
partes”. Esto unido a la fragmentación del Imperio en provincias trae un
proceso de ruralización de la sociedad, la privatización del ejercicio de las
funciones públicas, el establecimiento de una red de relaciones basadas en los
vínculos personales y, por ende, la crisis de la noción centralizada de Estado.
Estamos en el inicio del desarrollo político, social y económico que definirá a
este período de la historia occidental: el feudalismo (cfr. Mitre 2001:20).
Antes de entrar en la caracterización del pensamiento medieval, daré breve
cuenta de este sistema social.
El sistema feudal es, ante todo, un cambio en la
estructuración del poder. La monarquía clásica de desmorona frente al poder de
los príncipes regionales, en primer lugar, para pasar a continuación a los que
detentan el poder inmediato: condes y castellanos, quienes tienen en derecho de
mando, la capacidad de la administración de la justicia y la utilización de las
tierras y las exigencias fiscales en beneficio propio. Asimismo, el sistema de
relaciones internas se modifica hacia el mayorazgo, en detrimento de mujeres y
segundones (criterio agnaticio), con el fin de concentrar la propiedad y
asegurar la transmisión del poder. La sociedad comienza a ordenarse, según el
sistema teórico propuesto por los obispos del norte de Francia, en oratores, bellatores y laboratores,
esto es, como explica muy bien Portela (2001:132):
Se trata de un programa ideológico, elaborado por los
eclesiásticos cultos para su difusión en el cuerpo social, para uso del pueblo,
al que se quiere obediente, resignado, convencido de los méritos de su trabajo
y persuadido también de que los servicios son mutuos y de que sus esfuerzos son
compensados por los esfuerzos de los otros dos órdenes, de las otras dos
funciones, que, de este modo, justifican sus privilegios. Lo que se busca
impulsar es, en definitiva, la nueva dependencia del campesinado, atrapado en
las redes del señorío banal o jurisdiccional, bajo la autoridad de los
dirigentes eclesiásticos y de los dueños de los castillos.
En este esquema, como dice Knox (1999), los primeros
eran los que rezaban; los segundos, los que luchaban, y los últimos, los que
trabajaban manualmente. La autoasignada importancia de los oratores era que realizaban el trabajo de Dios (opus dei), que acompañaba al trabaho del
hombre. Se creía, y se fomentaba esta creencia, que no había nada que fuese más
fundamental que el servicio de Dios y, en este sentido, el que tenía por
profesión la oración tenía la primera prioridad. En todo caso, no debe
olvidarse que el alto clero, además, poseía privilegios extraordinarios por ser
de origen noble. Los bellatores eran
los caballeros de la Edad Media: nobles, con un patrón de valores, un castillo,
un conjunto sofisticado de armamentos y armas de acero de gran calidad. A este
grupo social dominante se le exigía bravura, honor, liberalidad, gloria,
lealtad y cortesía. En tanto, los laborares,
hacían el trabajo pesado, no el intelectual porque eso implicaba la realización
de una opus magna. Esta clase
trabajadora, a su vez, estaba constituida por agricultores (peasants) y villanos (townsmen), dedicados a las labores del
campo y a las tareas comerciales de la ciudad (herrería, minería, etc.).
Este era el esquema histórico-económico, en breves
líneas, de la sociedad medieval, tanto en Oriente como en Occidente.
Trataremos, a continuación, de entregar un análisis hermenéutico, a partir de
la concepción ontológica medieval, de lo que sería el concepto de trabajo en
este período.
Desarrollo
“La cosmovisión medieval se
caracteriza por su carácter teocéntrico, por hacer de la afirmación de la fe en
Dios el elemento central en el ordenamiento del mundo. Las cosas ocupan el
lugar que su relación y referencia con Dios les confiere y, de esta forma,
adquieren sentido y valor”.
(Echeverría, El búho de Minerva).
Antes
de entrar en la hermenéutica filosófica para derivar la conceptualización de
trabajo en este arbitrario período de la existencia humana, situaremos
brevemente el marco filosófico en que pretendemos desarrollar las ideas de este
trabajo.
Cabe
decir que el entorno medieval, tal como se ha señalado en incontables
ocasiones, es un universo de absolutos, estructurado sobre la base de un eje
binomial entre Dios-Creador y el hombre-creatura. En este constructo
relacional, el universo físico se concibe de manera cerrada y, dado que el
hombre sería la principal de las creaciones, la Tierra ocuparía el centro de esta
creación. En el plano social, esto no deja de tener consecuencias, ya que, al
igual que en el sistema de castas hindú, la sociedad medieval occidental es
fundamentalmente estamentaria, con escasísisima movilidad interna; esto porque
el lugar que el ser humano ocupa en esta construcción viene predefinido desde
su origen y de acuerdo a un orden “natural” de las cosas –la misma tesis que
sostendría siglos después el protestantismo a través de Calvino y que le
valdría una fuerte censura de Roma. En este contexto no extraña la estaticidad
social y que cualquier tentativa de subvertir este orden sea condenado
éticamente. De ahí que, también, el principal sentido de la vida no se halle en
esta vida, sino más allá, procurando la salvación en otra vida, más allá de la
muerte, lo que trae como consecuencia algo que es de obviedad absoluta: la
figura del religioso se transforma en el ideal más elevado de la cultura
medieval (cfr. Echeverría 1997).
En
todo caso, ya Nietzsche nos advierte respecto de esta figura y su concepción
relativa al trabajo, cuando señala en La
genealogía de la moral que
Con
más frecuencia que esta hipnotista amortiguación global de la sensibilidad, de
la capacidad dolorosa, amortiguación que presupone ya fuerzas más raras, ante
todo coraje, desprecio de la opinión, «estoicismo intelectual», empléase contra
los estados de depresión un training [entrenamiento] distinto,
que es, en todo caso, más fácil: la actividad maquinal. Está fuera de
toda duda que una existencia sufriente queda así aliviada en un grado
considerable: a este hecho se le llama hoy, un poco insinceramente, «la
bendición del trabajo». El alivio consiste en que el interés del que sufre queda
apartado metódicamente del sufrimiento, –– en que la conciencia es invadida de
modo permanente por un hacer y de nuevo sólo por un hacer, y, en consecuencia,
queda en ella poco espacio para el sufrimiento: ¡pues es estrecha esa
cámara de la conciencia humana! La actividad maquinal y lo que con ella se
relaciona ––como la regularidad absoluta, la obediencia puntual e irreflexiva,
la adquisición de un modo de vida de una vez para siempre, el tener colmado el
tiempo, una cierta autorización, más aún, una crianza para la «impersonalidad»,
para olvidarse a––sí––mismo, para la incuria sui lei [descuido
de sí]––: ¡de qué modo tan profundo y delicado ha sabido el sacerdote ascético
utilizar estas cosas en la lucha contra el dolor! Justo cuando tenía que tratar
con personas sufrientes de los estamentos inferiores, con esclavos del trabajo
o con prisioneros (o con mujeres: las cuales son, en efecto, en la mayoría de
los casos, ambas cosas a la vez, esclavos del trabajo y prisioneros), el
sacerdote ascético necesitaba de poco más que de una pequeña habilidad en
cambiar los nombres y en rebautizar las cosas para, a partir de ese momento,
hacerles ver un alivio, una relativa felicidad en cosas odiadas: ––el descontento
del esclavo con su suerte no ha sido inventado en todo caso por los
sacerdotes. –– Un medio más apreciado aún en la lucha contra la depresión
consiste en prescribir una pequeña alegría, que sea fácilmente accesible
y pueda convertirse en regla; esta medicación se usa a menudo en conexión con
la antes mencionada. La forma más frecuente en que la alegría es así prescrita
como medio curativo es la alegría del causar––alegría (como hacer beneficios,
hacer regalos, aliviar, ayudar, persuadir, consolar, alabar, tratar con
distinción); al prescribir «amor al prójimo», el sacerdote ascético prescribe
en el fondo con ello una estimulación de la pulsión más fuerte, más afirmadora
de la vida, si bien en una dosis muy cauta, una estimulación de la voluntad
de poder. (pág. 18).
La
filosofía de la Edad Media irá conformando este cuadro, desde sus inicios con
Agustín de Hipona, pasando por los bizantinos, hasta llegar a Buenaventura,
como veremos a continuación (cfr. Luetich 2002 para el esquema de filósofos que
se sigue en este trabajo).
La
filosofía agustiniana situará, como motor de su accionar, la búsqueda esencial
de la verdad en dos planos: conocer a Dios y al alma. Nada más importa. Para
Agustín (354-430) la verdad era eterna y necesaria, lo que corresponde a un
contenido ideal sin relación con el conocimiento sensorial, particular y
circunstancial, esto es, los sentidos no son fuente de conocimiento, más aún,
la experiencia sensible se posibilita gracias a que el alma la conduce por
medio de reglas e ideas. Pero no sólo la verdad ontológica está presente, sino
que, más terrenalmente, el enfrentamiento en el plano político con el donatismo
lo lleva a aceptar y promover la utilización de la fuerza por parte del Estado,
con tal de imponer la “religión verdadera”. A partir de aquí ya encontramos
configurado el panorama ideológico que, con una u otra variante, llevará el
hilo conductor del medioevo: iluminación y teocentrismo. Lo natural, sensorial, en dfinitiva, lo humano, quedará
relegado a los confines de la nada en el modelo ideológico de este Padre de la
Iglesia. Esto se ve ratificado por las palabras de Agustín en su obra Il lavoro dei monaci, donde dice: “Essi
sostengono che le parole dell’Apostolo [San Pablo]: Chi non vuol lavorare non deve nemmeno mangiare, non debbono
intendersi del lavoro manuale /.../. Le parole: Chi non vuol lavorare non deve nemmeno mangiare debbono,
conseguentemente, essere riferite ai lavori d’ordine spirituale /.../”.
En todo este texto, el autor confirma con diversos argumentos la supremacía del
“trabajo espiritual” sobre el material.
En
esta misma postura encontramos a Anselmo de Canterbury (1033-1109) –lo sitúo
acá por ser continuador de la filosofía agustiniana– para quien “el reino de
este mundo” es apenas un “tumulto”. Dice este autor en su Proslogium, donde continúa con las ideas manifestadas antes en su Monologium,
¡Oh hombre, lleno de
miseria y debilidad!, sal un momento de tus ocupaciones habituales; ensimísmate
un instante en ti mismo, lejos del tumulto de tus pensamientos; arroja lejos de
ti las preocupaciones agobiadoras, aparta de ti tus trabajosas inquietudes.
Busca, a Dios un momento, sí, descansa siquiera un momento en su seno. Entra en
el santuario de tu alma, apártate de todo, excepto de Dios y lo que puede
ayudarte a alcanzarle; búscale en el silencio de tu soledad.
Estas
ideas ya habían sido anticipadas por Boecio (480-524) quien señala en su De Consolatione Philosophiae que cuando
los hombres buscan los diversos bienes de la fortuna lo hacen impulsados por un
deseo del bien, ya que lo bueno es lo único deseable. Ahora, debido a la
ignorancia del bien supremo, el ser humano desvía su atención hacia los bienes
particulares, uno por uno, en vez de aspirar al bien del cual todos los demás
derivan. Boecio recalca en este texto la inestabilidad de la Fortuna y, por
ende, la falta de valor de los bienes terrenales, de ahí, también, la
insistencia en la búsqueda de la felicidad en la vida interior, es más, señala
que el hombre debe contentarse con lo que le da la Naturaleza y que la “buena
Fortuna” es perjudicial para el hombre, mientras que la “mala Fortuna” le
beneficia, puesto que le permite descubrir los verdaderos valores y a los
verdaderos amigos. Este conocimiento haría libres a los hombres y los conduciría a Dios.
Está
claro, a primera vista, que los frutos del trabajo manual, el del común del
pueblo o “estado llano”, no entra en esta categoría de perfección, sino en
aquellos bienes despreciables que le pueden hacer perder el camino y de los
cuales es preferible deshacerse –tal vez en favor de los señores y sacerdotes,
dedicados a la “obra de Dios”.
Aunque
de tradiciones diversas, sabemos que los grandes difundidores de la cultura
greco-latina fueron los árabes. Sin ellos, Occidente jamás habría accedido a
ese rico espacio intelectual. En ese contexto señalamos a dos grandes del
pensamiento medieval: Abu Nasr Muhammad ibn al Farabi (Alfarabi) y Abu ‘Ali al
Husayn ‘Abd Allah ben ‘Ali ben Sina (Avicena). El primero de ellos (870-950),
al tratar de la ciencia política –en el Catálogo
de todas las ciencias–, dice de ésta que
(...) se ocupa de las
diversas clases de acciones y costumbres voluntarias, de los hábitos,
caracteres, inclinaciones y disposiciones naturales, de los cuales derivan
aquellas acciones y costumbres; de los fines por los cuales se obra; de cómo
conviene que existan en el hombre, y cuál es la manera de ordenarlos en la
dirección que conviene que existan en él, y la manera de conservarlos.
Distingue entre los fines por los cuales se realizan las acciones y se usan las
costumbres; demuestra cuáles de ellas producen en realidad la felicidad, y
cuáles se supone que son causa de felicidad, sin que realmente la produzcan; y
que aquellas que en realidad son la felicidad, no es posible que existan en
esta vida, sino en otra vida después de esta, que es la vida futura. Las cosas
en las que se supone la felicidad son, por ejemplo, la riqueza, los honores,
los placeres cuando se les toma como único fin en este mundo.
La
idea es confirnada por otro célebre filósofo musulmán como es Avicena
(980-1037), al señalar que todos los seres tienden a la perfección, moviéndose
hacia aquellos seres, o mejor, hacia aquellas inteligencias que se encuentran
por sobre ellos, esto es, hacia Dios en última instancia. El enemigo de esta
perfección es la materia, origen del mal, a la cual hay que superar con la
libre voluntad guiada por el conocimiento racional. Si el alma ha vivido
rectamente en esta vida o no, tendrá su recompensa en la otra: ver al Ser
Necesario o no verlo. Recordemos que el “trabajo del espíritu” lo efectúan los
sacerdotes y que, ya en el Concilio de Nicea, con la construcción de la Biblia,
se ha condenado el trabajo como el mayor castigo frente al pecado del
humanismo: “ganarás el pan con el sudor de tu frente”, nos dice el Génesis. En
términos similares se expresa Salomon Ben Jehuda Ibn Gabirol (Avicebrón,
1020-1059), filósofo judeo-español, cuya doctrina hace hincapié en que el
hombre se acerca a Dios no sólo por la ciencia, sino por la piedad, acompañada
de la purificación moral y la abstracción de todo lo corpóreo por las prácticas
religiosas, la meditación yel entusiasmo místico. Evidentemente, quien debe
trabajar la tierra todo el día para obtener el fruto de sus obras materiales
poco espacio tendría para realizar estas prácticas. Si nos adentramos un poco
en la ideología tripartita expuesta con anterioridad, podremos apreciar que la
“compensación” por ello se traducirá en alimentar y tributar a las clases que
tienen el privilegio de la “conexión divina”.
Esta
manifestación llega, a mi entender, a sus últimas consecuencias en John Duns
Scotus (1266-1308) quien señala la importancia de la búsqueda de la causa del
ser, en su sentido unívoco, y no la causa del ser sensible, operando en el
nivel de lo posible, universal y necesario. Creo que esta preocupación es una
marcada evidencia de que el “mundo sensible”, esto es, de lo terrenal, de lo
percibido y construido por los sentidos ni siquiera merece la reflexión
filosófica. En último término, se desprende necesariamente que lo que más nos
acerca al mundo de lo sensible es lo que más nos alejaría del camino hacia
Dios, o sea, el trabajo, que es lo que más directamente nos relaciona con las
preocupaciones cotidianas, la sensible, la generación de la materia y los
ciclos de la Naturaleza.
Llegado
a este punto, hagamos un paréntesis para situarnos en lo que está sucediendo en
otra tradición medieval: Bizancio. Aquí nos referiremos brevemente a 6
filósofos bizantinos: Leoncio de Bizancio (475-543), Juan Filopón (490-566),
Juan Damasceno (674-749), Juan Clímaco (579-650), Máximo “El Confesor”
(580-662) y Miguel Psellos (1018-1078).
Los
filósofos bizantinos dedican sus esfuerzos, principalmente, a la discusión
teológicamente pura, es decir, pone los ojos en los cielos, sentando las bases
de la nueva ortodoxia, pero dejando de lado la preocupación directa, al menos a
través de los escritos conocidos más relevantes, sobre la cotidianeidad del ser
humano: Leoncio, por ejemplo, dedica gran parte de su obra a aspectos
cristológicos, mientras Filopón asegura –anticipándose a Leibnitz– que “en el
mundo no puede haber más ni mejores cosas que las que hay” (De aeternitate mundi), con lo que
perpetúa la inmovilidad de lo creado, incluyendo el sistema socio-económico,
que relega nuevamente la materialidad del trabajo a los confines de la relación
con la divinidad. El Damasceno afirma, por su parte: “Malo es aquello que, no
teniendo su causa en Dios, se debe a nuestra propia invención, a saber: el
pecado”. Como sabemos, la Biblia instituye el trabajo como fruto directo del
pecado de desobediencia a Dios y, por ende, de la pérdida de la naturaleza
paradisíaca de la creación; con todo, la naturaleza corporal del ser humano le
permite hacer penitencia y, por medio de ella, alcanzar la redención. Esto
traería como consecuencia que el sufrimiento en esta vida, mientras más arduo,
traería mayores posibilidades de perdón y de recompensa en la eternidad, última
aspiración natural de retorno al Creador por parte de su creatura, en la
filosofía cristiana imperante. De allí que el trabajo manual, considerado
denigrante por las clases dominantes de la sociedad, fuese estimado como una
buena vía de expiación para el “estado llano”.
El
ascetismo de Clímaco y de Máximo vienen sólo a reforzar más estas ideas. El
primero de ellos dice en la Escala al
Paraíso que
Quien se encuentra
protegido por la oración no deberá tener miedo de la sentencia del Juez divino,
como le sucede al condenado aquí en la tierra. Por eso, si eres sabio y no
corto de vista, al recuerdo de ese juicio podrás fácilmente alejar de tu
corazón las ofensas recibidas y todo rencor, las preocupaciones por los
negocios terrenos y los sufrimientos que se derivan; la tentación de las
pasiones y de todo género de maldad. Con la súplica constante del corazón
prepárate a la oración perenne de los labios, y rápido avanzarás en la virtud
(...).
El
misticismo de Máximo corrobora lo dicho por su antecesor, cuando afirma que la
naturaleza humana tienen un deseo natural de Dios, sin embargo, el pecado
original desvió esta tendencia natural del hombre, llevándolo a buscar su
felicidad en las cosas sensibles; así, el hombre perdió su armonía y cayó en el
desorden y el error. De esta manera, ambos filósofos nuevamente valoran lo
metafísico-teológico, dejando de lado la propia naturaleza humana. Es más, se
nos recomienda alejar el corazón de los negocios
terrenos y los sufrimientos que se derivan. Por ello las clases
privilegiadas son los oratores y
bellatores.
Finalmente,
Psellos, de corte más platónico y racionalista, señala que el movimiento de los
seres en el mundo orgánico se debe a la naturaleza y al alma y, en los seres
libres –como el hombre– se agrega la inteligencia. Para el ser humano, más que
la vida contemplativa, se adecua más a su naturaleza el dedicarse a una vida
centrada en la parte sensible del alma, por ser la que convive con el cuerpo y
relaciona al hombre con los demás. Si
bien este autor está más cercano a un enfoque humano, llega sólo hasta la
manifestación del alma humana, sin llegar a poner el énfasis en la acción
diaria, sino en lo perenne, trascendente.
Volviendo
a Occidente, el neoplatónico irlandés Juan Escoto Erígena (810-877), acusado en
algún momento de panteísta, niega la existencia de la condenación eterna y
sostiene que todos los seres humanos serán al final purificados, ya que afirmar
lo contrario sería admitir la victoria del pecado en un mundo que ha sido
redimido por Cristo. Con todo, al referirse al mundo sensible, el irlandés es
bastante drástico en cuanto a su condición, tal como lo sintetiza
magistralmente Foussard, al decir que
El pecado original es
orgullo y produce la ceguera del hombre. No se ve más la luz divina en la
aparición, que se transforma desde ese momento en cosa. Pero Dios permite una
segunda creación, la del mundo visible y del hombre corporal /.../ [que] es
simultáneamente la consecuencia y la expresión del pecado común, la ocasión del
pecado de cada uno, su castigo, y el punto de posible salida de la salvación.
/.../ Consecuencia del pecado: el
mundo sensible es, en efecto, la acción de sacar fuera de su posición el objeto
y el sujeto. /.../ Pero el mundo sensible es también ocasión de pecado. Separándose de la luz divina que por su
irradiación en el intelecto /.../ desciende hasta las apariciones y permite
religarlas a su fuente escondida, el espíritu se expone a tomar la aparición
por la realidad. /.../ Vuelta vanidad por la perversión de su voluntad, el
hombre pecador, el carnal, se debate en un mundo de falsas substancias, de
apariencias engañosas, de bienes ilusorios cuya caducidad misma es el castigo de su falta.
Poco
más queda por decir. Los frutos del trabajo material son, por esencia, caducos.
Esta misma caducidad, como lo expresa Escoto Erígena, representa el castigo
humano por el pecado original, por tanto, podemos colegir que el desprecio de oratores y bellatores por el trabajo manuel, y por quienes lo ejercen, viene
precisamente de esta idea sobre la concepción y creación del mundo y del
hombre. La misoginia propia de la época, que hemos heredado a través del
cristianismo, se debería al rol que le habría cabido a la mujer en esta
“falta”.
Una
ruptura con esta forma de pensar la constituye el filósofo musulmán Abu-I-Walid
Muhammad ibn Ahmad inb Muhammad Ibn Rusd, conocido como Averroes (1126-1198),
cuyas doctrinas serán luego condenadas por el cristianismo. No es extraño, pues
en su concepción gnoseológica, en el orden de la praxis, postula que el hombre conoce de un modo tan natural como
vive, crece o se reproduce; la diferencia entre los diversos procesos humanos
es formalmente de grado. De esta manera, el conocimiento humano representaría
la culminación natural de todas las acciones y operaciones del hombre; la
verdad, por tanto, sólo puede conseguirse por medios humanos y naturales,
concepción válida tanto en el orden individual como en el social. Queda de
manifiesto el porqué de la condena. Esta postura iguala a los hombres en el proceso
cognitivo, validándolo por medio de su experiencia sensible, lo que en términos
de nuestro objeto de estudio querrá decir que la verdad es igualmente
alcanzable a través del saber alcanzado por medio de la labor manual y sus
afanes, como por medio de la acción del gobierno o de la vida contemplativa y
de la oración, lo cual destruye el esquema socio-político medieval, la
concepción religiosa del momento y, por ende, el entender el mundo y,
particularmente el trabajo, como la consecuencia de un castigo divino que
merece desprecio.
Ideas
que corroboran el pensamiento de Averroes son las del judeo-español Moisés Ben
Maimón (Maimónides, 1135-1204) quien nuevamente pone de relieve al hombre,
anticipando el humanismo renacentista. Insigne filósofo, médico y rabino,
aparte de sus numerosos escritos médicos nos deja una compilación de toda la
legislación talmúdica, la Mishne Torá o
Yad Hazaká (Segunda Ley o La Mano
Fuerte), donde se describen las reglas sobre la supremacía y nobleza de la
vida humana. Según el filósofo judío, el hombre debe tender a mantener su salud
física y su vigor para que su espíritu se mantenga enhiesto, en condición de
conocer a Dios, puesto que es imposible entender las ciencias y meditar sobre
ellas cuando se está enfermo o hambriento. Extrapolando esta concepción del
hombre, el trabajo le serviría a éste, precisamente, para mantener
adecuadamente su cuerpo y cubrir sus necesidades básicas, esto es, el trabajo
sirve al hombre para llegar a Dios. Muy diferente de la idea cristiana de castigo.
Otro
de los grandes pensadores de la época es Tomás de Aquino (1224-1274) quien,
entre los conceptos que desarrolla está el de fin último, el cual no puede ser alcanzado por el hombre de manera
estable y definitiva, sino al término de su existencia en la tierra, o sea, en
una vida puramente espiritual; y la idea de obligación,
esto es, la progresión del fin último la realiza el hombre en el mundo en una
vida de prueba, en cuyo transcurso construye su destino. Si bien la obra de
este pensador es vasta e influyente, no deja de ser menos cierto que su
concepción de mundo es que el paso por esta vida implica dolor y sufrimiento.
El centro de su atención en el ser humano sigue siendo el alma, en términos
aristotélicos, pero sin ninguna referencia a los trabajos de la corporeidad. Si
esta vida es una prueba, entonces el trabajo será, sin lugar a dudas, el mejor
medio de purificación para la vida siguiente, no terrenal. Y cuanto más
agobiante, mayor sería la recompensa celeste. Al menos para quienes no tenían la
suerte de estar en directo contacto con la divinidad.
Contemporáneo
en cronología y en pensamiento a Tomás de Aquino es Giovanni Fidanza, conocido
como Buenaventura (1221-1274), de quien destaco dos tesis: en primer lugar, el
pecado ha provocado la ignorancia del espíritu y la concupiscencia de la carne,
así es que el camino a la sabiduría comienza por la oración, pidiendo a Dios su
gracia y su luz. En segundo término, la existencia de un conocimiento sensible,
relacionado con lo exterior y lo inferior, y la de un conocimiento inteligible,
referido a lo interior y superior. Su primera tesis valida el esquema
imperante, donde el trabajo espiritual era el más codiciado –y el menos
esforzado, en términos prácticos– por constituir una fuente de sabiduría para alcanzar
a Dios. En tanto, el conocimiento derivado de los hechos y de la praxis
cotidiana, es objeto vano y de apariencias. De ahí que al trabajo, como agente
de dicha praxis, se le dedique apenas una referencia pasajera, y siempre desde
la perspectiva del constructo teológico.
***
Esta ha pretendido ser una síntesis
panorámica del pensamiento medieval en cuestiones atingentes al tema de este
trabajo. Trataremos de efectuar un ejercicio hermenéutico en las próximas
líenas que permitan conformar un perfil del estado
del arte de la discusión durante la época, llegando a extrapolar algunas
ideas-fuerza respecto del concepto de trabajo imperante en el medioevo.
Conclusiones
“La «Gran Obra», a la cual
nos convida la Franc-Masonería, implica, en efecto, participación efectiva de
nuestra parte en la empresa más sublime que se pueda concebir, puesto que se
trata nada menos que de la creación del Mundo o de su perfección, lo que viene
a ser exactamente lo mismo. Estamos llamados a conocer la marcha del Progreso, a
adivinar las intenciones de lo que se quiere hacer, a descifrar, en otros
términos, el plan de la Inteligencia constructiva del Universo, a fin de poder
intervenir útilmente con el fin de favorecer en todas partes la aparición de lo
mejor”.
(Wirth, El Libro del Compañero)
Como señalamos en un comienzo, la Edad Media es un constructo
temporal más que ideológico o histórico, ya que el proceso de desarrollo de los
diversos pueblos es dispar, lo que se comprueba a través de este breve recorrido
de autores que hemos realizado. Claramente esta etapa tiene su pensamiento
escindido en dos grandes tipos de pensadores: los de origen cristiano y los de
origen no-cristiano.
Son precisamente autores como
Avicena, Averroes y Maimónides los que ponen en perspectiva una conceptualización
distinta del ser humano, con las implicancias que ello trae en el eje de la
relación hombre – trabajo.
Con todo, para realizar un proceso
realmente interpretativo, se estructurará esta reflexión en torno a 4 puntos
centrales, respecto de la conceptualización de trabajo, siguiendo en este
sentido a Noguera (2002); éstos son:
(a) Valorización v/s desprecio del trabajo.
(b) Concepto amplio v/s concepto reducido de trabajo.
(c) Productivismo v/s antiproductivismo en relación con el trabajo.
(d) Centralidad v/s no centralidad del trabajo.
Dentro de la primera categoría, como
hemos visto a través de los filósofos cristianos –y me referiré principalmente
a éstos, ya que se trata de la concepción dominante, que condena y persigue a
otras tradiciones, y de cuyo pensamiento es heredera nuestra sociedad– el
trabajo está claramente despreciado y subvalorado (entiéndase el trabajo
manual). No podía ser de otro modo, pues todos los filósofos medievales son
eclesiásticos que siguen al pie de la letra los Evangelios oficiales.
Recordemos, en este sentido, lo que señala la Vulgata Latina (Génesis 3:17-19), texto fundamental de la época:
ad Adam vero dixit quia audisti vocem
uxoris tuae et comedisti de ligno ex quo praeceperam tibi ne comederes maledicta
terra in opere tuo in laboribus comedes eam cunctis diebus vitae tuae /
spinas
et tribulos germinabit tibi et comedes herbas terrae / in
sudore vultus tui vesceris pane donec revertaris in terram de qua
sumptus es quia pulvis es et in pulverem reverteris.
(Al hombre le dijo: «Por
haber escuchado la voz de tu mujer y comido del árbol del que yo te había
prohibido comer, maldito sea el suelo por tu causa: con fatiga sacarás de él el alimento
todos los días de tu vida. / Espinas y abrojos te producirá, y comerás la
hierba del campo. / Con el sudor de tu rostro comerás el pan,
hasta que vuelvas al suelo, pues de él fuiste tomado. Porque eres polvo
y al polvo tornarás.») [Texto destacado por el autor del paper].
Respecto de nuestro segunda
idea-fuerza, podemos apreciar que estamos en presencia de una concepción
reducida de trabajo en el pensamiento medieval, ya que no existe una visión del
trabajo como algo plausible per se,
es decir, que tenga un valor como esfuerzo humano o como motor de conocimiento
o de perfeccionamiento. Muy por el contrario, basado en esta noción de castigo,
el trabajo sólo serviría como penitencia para una vida futura, metafísica. La
mortificación del cuerpo y las fatigas en esta vida compensarían el pecado
original y, junto con las obligaciones eclesiásticas y regias impuestas al
pueblo, conformarían el contexto que debe ser cumplido para llevar una “vida
cristiana, virtuosa, de servicio a Dios y al Rey, su representante secular en
la tierra”.
De aquí se deriva, precisamente, una
concepción antiproductivista en el medioevo –nuestra tercera idea-fuerza–, ya
que el trabajo no es un fin en sí mismo, sino que está supeditado a la ética y
teología cristianas, esto es, un medio para alcanzar un objetivo superior más
que ser él un fin. Recordemos que el mercantilismo, como teoría económica,
surge más bien con el protestantismo, para quien es lícito el enriquecimiento
por medio del trabajo. Recurramos nuevamente a la Vulgata (Génesis 4:1-5) para apreciar el tipo de trabajo que es
valorado:
Adam
vero cognovit Havam uxorem suam quae concepit et peperit Cain dicens possedi
hominem per Dominum / rursusque peperit fratrem eius Abel fuit autem Abel
pastor ovium et Cain agricola / factum est autem post multos dies ut offerret
Cain de fructibus terrae munera Domino / Abel quoque obtulit de primogenitis
gregis sui et de adipibus eorum et respexit Dominus ad Abel et ad munera eius /
ad Cain vero et ad munera illius non respexit /.../
(“Conoció el hombre a Eva,
su mujer, la cual concibió y dio a luz a Caín, y dijo: «He adquirido un varón
con el favor de Yahveh.» / Volvió a dar a luz, y tuvo a Abel su hermano. Fue
Abel pastor de ovejas y Caín labrador. / Pasó algún tiempo, y Caín hizo a
Yahveh una oblación de los frutos del suelo. / También Abel hizo una oblación
de los primogénitos de su rebaño, y de la grasa de los mismos. Yahveh miró
propicio a Abel y su oblación, / mas no miró propicio a Caín y su oblación
/.../”)
Está
claro, desde un comienzo, que es la vida contemplativa o la de menos acción
física la que es agradable a los ojos del Dios cristiano. No olvidemos que el
Paraíso es un constructo de inacción permanente, al contrario de los pueblos
“bárbaros”, cuya existencia en el más allá era tan activa como era la
Naturaleza terrena. Los frutos del esfuerzo físico, por lo demás incruentos, no
son ofrenda propicia ni para Yahveh ni para sus seguidores, como lo demostrará
latamente la historia del cristianismo.
Finalmente,
en la última perspectiva, la centralidad del trabajo, debemos reconocer que
existe una disociación entre los tipos de trabajo: el intelectual y el militar
se ven recompensados con los frutos divinos, culturalmente impuestos y
aceptados, ya que, “como las aves del campo” que no se preocupan de cultivar y
a las cuales no les falta Dios, así quienes están autoasignadamente más cerca
de la divinidad reciben lo que otros siembran. En tanto, el trabajo manual
tiene una redituación claramente inferior a los esfuerzos que se realizan por
producir. Esta subvaloración económica y social, desde mi perspectiva, no tiene
otra finalidad que la de mantener el modelo sociopolítico de castas
establecidas a partir de la instauración del cristianismo como religión de
Estado. A partir de allí el trabajo y sus frutos se convierten en la penitencia
que deben pagar los menos favorecidos de la mano de Dios.
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