Durante la Navidad
se produce un fenómeno muy particular en nuestro sistema solar. Desde el 21 de
diciembre, en el hemisferio norte, el
sol alcanza su cenit en el punto más bajo y desde ese momento el día comienza a
alargarse, progresivamente, en detrimento de sus noches. A este fenómeno se lo
llama solsticio de invierno «sol inmóvil» ya que en esos momentos el sol cambia
muy poco su declinación de un día a otro y parece permanecer en un lugar fijo
del ecuador celeste.
Precisamente se produce el solsticio de invierno, un acontecimiento cósmico que
vivifica la Naturaleza con su luz y su calor, razón por la cual, para todas las
culturas antiguas, representaba el auténtico nacimiento del sol y, con él, toda la Naturaleza comenzaba a
despertar lentamente de su letargo y los humanos veían renovadas sus esperanzas
de supervivencia gracias a la fertilidad de la tierra que garantizaba la
presencia del astro divino, del dios más arcaico que la humanidad ha venerado.
En el solsticio de invierno todos
los pueblos antiguos, adoradores del sol, celebraban el nacimiento del astro
rey mediante grandes festejos caracterizados por la alegría general y el
protagonismo de las hogueras, alrededor de las cuales se concentraban los
lugareños con el fin de manifestar su alborozo y esperanza mediante ceremonias
colectivas centradas en cantos y danzas rituales y en la recogida de ciertas
plantas mágicas como el muérdago. Los
pueblos prerromanos, durante los tres días anteriores al 24 y 25 de diciembre,
así como en los seis posteriores que llevaban hasta el Año Nuevo, festejaban el
retorno del Nuevo Sol y las fuerzas
vegetativas de la Naturaleza. Las grandes hogueras, al margen de simbolizar el
gran acontecimiento, tenían la función de excitar el calor y la fuerza de los
rayos de un sol recién nacido que encaraba su curso hacia la primavera
inundando la tierra con su poder regenerador.
EL AVANCE DE LA IGLESIA CATOLICA
Con el inicio de la expansión de
la Iglesia católica por todo el continente europeo, los papas no siempre
pudieron imponer su fe por la fuerza y a menudo tuvieron que obrar con astucia
fingiendo tolerar determinados ritos paganos aunque en realidad los minaban y
transformaban progresivamente al entremezclarlos con elementos cristianos
añadidos. Una muestra de ello nos la dejó el papa Gregorio I El Grande
(590-604) que, aunque siempre ordenó que los paganos fuesen sometidos a
castigos y prisión si no se convertían, tuvo que ser más cauteloso durante su
conquista evangélica de las almas de los anglosajones, aconsejándole al abad
Mellitus, jefe de los propagadores del cristianismo en Gran Bretaña, lo que
sigue:
«No hay que destruir los templos
paganos de ese pueblo, sino únicamente los ídolos que hay en los mismos;
después de asperjar esos templos con agua bendita, erigir altares y depositar
reliquias; porque si tales templos están bien construidos, perfectamente pueden
transformarse de una morada de los demonios en casas del Dios verdadero, de
manera que si el mismo pueblo no ve destruido sus templos, deponga de su
corazón el error, reconozca el verdadero Dios y ore y acuda a los lugares
habituales según su vieja costumbre...»
En los pueblos germánicos y galos -pero
especialmente entre los primeros, ya que fueron menos romanizados y su
cristianización fue más tardía, lenta, dificultosa e incompleta-,
estas ceremonias solsticiales de adoración al Sol y a las fuerzas ocultas de la
Naturaleza prosiguieron hasta bien entrada la Edad Media; en sus formas originales
y puras estuvieron vigentes hasta la primera mitad del siglo X, y tomando
expresiones externas más o menos matizadas o mediatizadas por el cristianismo
han podido sobrevivir hasta nuestros días, contagiando
de paganismo la celebración de la
Navidad actual hasta el punto de que los mitos solares ancestrales (conservados
en su estructura interna aunque desvirtuados en su forma externa y en su
significado) siguen siendo los verdaderos protagonistas de los festejos
navideños que se celebran en el mundo de hoy.
Desde hace
miles de años, y para las culturas y sociedades más diversas, la época de
Navidad ha representado el advenimiento del acontecimiento cósmico por
excelencia, del hecho más fundamental de cuantos podían garantizar la
supervivencia del hombre pagano,
del renacimiento anual de la principal divinidad salvadora.
No es
ninguna casualidad, por tanto, que el natalicio de los principales dioses
solares jóvenes de las culturas agrarias precristianas -como Osiris, Horus, Apolo, Mitra, Dionisos/Baco, etc
fuese situado durante el solsticio de invierno. Y es menos casual aún que el
natalicio de Jesús-Cristo, el Salvador
cristiano, se haya concretado en el 25 de diciembre, fecha en la que hasta
finales del siglo IV de nuestra era se conmemoró el nacimiento del Sol Invictus en el Imperio Romano.
LA NAVIDAD Y LOS DIOSES SOLARES
Con el desarrollo de las culturas
urbanas, los rituales solsticiales agrarios no desaparecieron sino que se
adaptaron a las nuevas circunstancias y necesidades, por eso las fiestas paganas más importantes «rebasaron el
ámbito campesino y se convirtieron en ciudadanas, de forma que la fecundidad
que en origen solicitaban para el campo y el ganado, pasó a comprenderse como
prosperidad y riqueza para la ciudad. Estas festividades se concentran sobre
todo en invierno, pues la actividad humana sufría en estos meses una bajada en
su ritmo, ya que la guerra se detenía, nadie se atrevía a navegar y las faenas
agrícolas eran entonces menos intensas. El invierno es en consecuencia un
periodo muy propicio para que las relaciones que se entablan con el mundo
sobrenatural sean más estrechas, más íntimas».
Entre las fiestas de los antiguos
griegos y romanos que fueron precedentes de la Navidad cristiana debe
destacarse, por su importancia social y trascendencia mítica y simbólica, las
dedicadas a Dionisos y Saturno.
Dionisos, originado en la fusión
de mitos egipcios y helenos, fue un dios del vino, de la vegetación y de la
fecundidad, pero también de la muerte, ya que los difuntos y las potencias subterráneas
-«infernales»,
de inferus, inferior, puesto que se
creía que el mundo de los muertos estaba por debajo de la tierra-
eran tenidas por controladoras la fertilidad. Su culto arrastraba multitudes e
inspiraba ideales de rebeldía que se enfrentaban con el orden establecido,
tanto el político (oponiéndose a la clase aristocrática dominante) como el
divino (amenazando la supremacía de los dioses olímpicos clásicos). Ya en el
siglo IV a.C., en el calendario de Bitinia el mes consagrado a Dionisos comenzaba
el 24 de diciembre y tenía 31 días.
En la antigua Atenas -y
en el resto de Grecia, aunque con algunas variantes-,
el culto popular a Dionisos estaba repartido en cuatro grandes festividades:
las Dionisíacas de los campos, las Leneas,
las Antesterias y las Grandes
Dionisíacas. Las dos primeras se celebraban alrededor del solsticio invernal,
con carácter propiciatorio de la fertilidad/prosperidad y en medio de festejos
caracterizados por la gran alegría general; las dos últimas tenían lugar en la
primavera y festejaban la resurrección de la naturaleza. Las Antesterias, en particular, celebraban
el vino nuevo, de la última cosecha, conmemoraban la llegada de Dionisos a
Atenas y su hierogamia y, en su tercera jornada, el Chytroi («las marmitas»), se recordaba a los difuntos. El ciclo
dionisíaco, como vemos, es el mismo que muchos siglos después adoptará el
cristianismo al situar la Navidad en el solsticio de invierno y la Pascua de
Resurrección en primavera.
El Saturno romano -equivalente
al griego Cronos- fue
una antigua divinidad agrícola cuyo nombre está relacionado con satur (saciado, harto) y sator (sembrador, creador), siendo
sinónimo de abundancia. Fue un dios agricultor y plantador de vides (vitisator), un arte que enseñó a los
hombres cuando, perseguido por su hijo Júpiter, tuvo que refugiarse en Italia;
bajo el apelativo de Stercutius
presidía el abono de los campos.
Los festejos romanos en honor de
Saturno, las Saturnalia, fueron en su
origen fiestas campestres -sementivae
feriae, consualia larentalia,
paganalia-,
pero adquirieron mucha importancia a partir del año 217 a.C., tras la derrota
del ejército romano por el cartaginés Aníbal cerca del lago Trasimeno, preludio
del desastre de la batalla Cannas (216 a.C.) que puso fin a la segunda guerra
púnica y contribuyó a despertar el espíritu religioso de los romanos.
La celebración de las Saturnalia duraba una semana y tenía
lugar entre el 17 y el 23 del mes de diciembre. Después de la ceremonia
religiosa había grandes festejos y banquetes, se abolía temporalmente las
clases sociales y, en los ágapes, los señores servían a sus esclavos -que
podían burlarse impunemente de los amos-, cesaba toda actividad pública -en
tribunales, escuelas, comercios, operaciones militares, etc.- y
no se permitía ejercer ningún arte ni oficio salvo el de la cocina, se imponía
el hacerse regalos unos a otros, los ricos convidaban a sus mesas bien surtidas
a los pobres que llamaban a sus puertas, se practicaban juegos de azar..., en
fin, los antiguos romanos hacían ya más o menos lo mismo que aún se hace
actualmente para celebrar la Navidad cristiana.
Si nos remontamos mucho más atrás
en la Historia, hasta la época en la que los hombres primitivos -que
practicaron cultos naturalistas y adoraron a la esfera solar como deidad-
comenzaron a desarrollar el concepto divino bajo formas antropomorfas,
observaremos que todas las culturas de la Antigüedad pasaron a identificar a su
dios principal, o a alguno de los más importantes de su panteón, con el dios
Sol y, en lógica consecuencia, situaron la conmemoración y festejo de su
advenimiento alrededor del prodigioso evento cósmico que representaba el
solsticio de invierno cada 21-22 de diciembre.
Caldeos, egipcios, cananeos,
persas, sirios, fenicios, griegos, romanos, hindúes y la práctica totalidad de
los pueblos con culturas desarrolladas, entre los cabe incluir los imperios,
han celebrado durante el solsticio hiemal el parto de la «Reina de los Cielos»
y la llegada al mundo de su hijo, el joven dios solar.
En los mitos solares ocupa un
lugar central la presencia de un dios joven que cada año muere y resucita,
encarnando en sí los ciclos de la vida en la Naturaleza. En las culturas de
mitología astral, el Sol representaba el padre, la autoridad y también el
principio generador masculino. Durante la Antigüedad, en todo el mundo
civilizado, el sol fue el emblema de todos los grandes dioses, y los monarcas
de todos los imperios se hicieron adorar como hijos del Sol (identificado
siempre con su divinidad principal). En este contexto, la antropomorfización
del Sol en un dios hijo joven presenta ejemplos tan conocidos como los de
Horus, Mitra, Adonis, Dionisos, Krisna... o el propio Jesús-Cristo
En el
Egipto Antiguo se creía que
Isis, la virgen Reina de los Cielos, quedaba embarazada en el mes de marzo y
daba a luz a su hijo Horus a finales de diciembre. El dios Horus, hijo de Osiris e Isis, era el «gran subyugador del
mundo», el que es la «substancia de su padre», Osiris, de quien era una
encarnación. Fue concebido milagrosamente por Isis cuando el dios
Osiris, su esposo, ya había sido muerto y despedazado por su hermano Seth o
Tifón. Era una divinidad casta -sin amores- al igual que Apolo, y su papel entre los humanos estaba relacionado
con el Juicio ya que presentaba las almas a su padre, el Juez. Era el Christos y simbolizaba el Sol.
Durante el solsticio de invierno,
la imagen de Horus, en forma de niño recién nacido, era sacada del santuario
para ser expuesta a la adoración pública de las masas. Era representado como un
recién nacido (a menudo recostado en un pesebre) con cabello dorado, que tenía
un dedo en la boca y el disco solar sobre su cabeza. Los antiguos griegos y
romanos lo adoraron también bajo el nombre de Harpócrates, el niño Horus, hijo
de Isis. El dios Osiris, dios de la vegetación y de los muertos, padre de
Horus, también había nacido de una virgen en el solsticio hiemal.
Mitra, uno
de los principales dioses de la religión irania anterior a Zaratustra, pervivió
con fuerza en el Imperio romano hasta el siglo IV d. C., era una divinidad de
tipo solar -tal como lo atestigua, entre
otros, su cabeza de león- que hizo
salir del cielo a Ahrimán (el mal), tenía una función de deidad que cargaba con
los pecados y expiaba las iniquidades de la humanidad, era el principio
mediador colocado entre el bien (Ormuzd) y el mal (Ahrimán), el dispensador de
luz y bienes, mantenedor de la armonía en el mundo y guardián y protector de
todas las criaturas, y era una especie de mesías que, según sus seguidores,
debía volver al mundo como juez de los hombres. Sin ser propiamente el Sol,
representaba a éste y era invocado como tal. El dios Mitra hindú, como el
persa, era también una divinidad solar, tal como lo demuestra el hecho de ser
uno de los doce Adityas, hijos de Aditi, la personificación del Sol.
Muchos
siglos antes que Jesús-Cristo, el dios Mitra, según su leyenda popular, ya
había nacido de virgen un 25 de diciembre, en una cueva o gruta, siendo adorado
por pastores y magos, obró milagros, fue perseguido, acabó siendo muerto,
resucitó al tercer día...
Todas las
personificaciones de dioses solares acaban por ser víctimas propiciatorias que
expían los pecados de los mortales, cargando con sus culpas, y son muertos
violentamente y resucitados posteriormente. Así, Osiris nació en el mundo como
un Salvador o Libertador venido para remediar la tribulación de los humanos,
pero en su lucha por el bien se topó con el mal (encarnado en su propio hermano
Seth o Tifón, que acabaría identificándose con Satán), que le venció
temporalmente y le mató; depositado en su tumba, resucitó y ascendió a los
cielos al cabo de tres días (o cuarenta, según otras leyendas).
Baco, otro
dios solar destinado a cargar con las culpas de la humanidad, también fue
asesinado -y su madre recogió sus pedazos, tal como había hecho
Isis con los trozos del cadáver de Osiris- para
renacer resucitado. Ausonius, una forma de Baco (y equivalente a Osiris), era
muerto en el equinoccio de primavera (21 de marzo) y resucitaba a los tres
días. Idéntica suerte le había estado reservada a Adonis (equivalente al dios
etrusco Atune o al sirio Tammuz), a Dionisos o al frigio Atis y a una larga
lista de seres divinos que, como Krisna -muerto
atado a un árbol y con su cuerpo atravesado por una flecha- o
como Jesús-Cristo -muerto en la cruz de madera y lanceado-,
fueron todos ellos condenados a muerte, llorados y restituidos a la vida.
Son dioses
que descendieron al Hades y
regresaron otra vez llenos de vigor, tal como hace la Naturaleza con sus ciclos
estacionales anuales. Todos ellos habían nacido, según el mito, durante el
solsticio de invierno, fecha en la iglesia llamada Católica sitúa el
advenimiento de Jesús.
EL ADVENIMIENTO DEL “HIJO
DE DIOS” UN 25 DE DICIEMBRE
En el siglo II de nuestra era, los
cristianos sólo conmemoraban la Pascua de Resurrección y su misterio, ya que
consideraban irrelevante el momento del nacimiento de Jesús y, además,
desconocían absolutamente cuando pudo haber acontecido.
Durante el siglo siguiente, al
comenzar a aflorar el deseo de celebrar el natalicio de Jesús de una forma
clara y diferenciada, algunos teólogos, basándose en los textos de los Evangelios, propusieron datarlo en
fechas tan distintas como el 6 y 10 de enero, el 25 de marzo, el 15 y 20 de
abril, el 20 de mayo y algunas otras. El sabio Clemente de Alejandría (150-215)
no quiso quedar al margen de la polémica y postuló el día 25 de mayo. Pero el
papa Fabian (236-250) decidió cortar por lo sano tanta especulación y calificó
de sacrílegos a quienes intentaron determinar la fecha del nacimiento del
nazareno.
A pesar de la disparidad de fechas
apuntadas, todos coincidieron en pensar que el solsticio de invierno era la
fecha menos probable si se atendía a lo dicho por Lucas en su evangelio: «Había
en la región unos pastores que pernoctaban al raso, y de noche se turnaban
velando sobre el rebaño. Se les presentó un ángel del Señor, y la gloria del
Señor los envolvía con su luz...» (Lc
2,8-14)
Si los pastores dormían al raso
cuidando de sus rebaños, para que el relato de Lucas fuese cierto y/o coherente debía referirse a una noche de
primavera -de
ahí las fechas posteriores al día 21 de marzo, equinoccio primaveral e inicio
de esta estación-,
ya que a finales de diciembre, en la zona de Belén, imaginando el excesivo frío
y las todavía abundantes lluvias invernales impedían cualquier posibilidad de
pernoctar al raso con el ganado.
Forzando la escena relatada por
Lucas hasta el límite de la sutileza, otras Iglesias cristianas ajenas a la
católica -como
la Iglesia armenia-
fijaron la conmemoración de la Natividad en el día 6 de enero ya que, según su
deducción, aunque no es posible situar el relato de Lucas en la estación más fría y lluviosa del año en las tierras de
Judea, sí puede ser creíble situando el nacimiento de Jesús un poco más tarde,
en enero y en el Oriente Medio, un tiempo y un lugar donde es muy probable la
existencia de cielos nocturnos claros y sin borrascas, aunque todavía haga
frío, eso sí. Con el mismo argumento, en otras Iglesias orientales, egipcios,
griegos y etíopes propusieron fijar el natalicio en el día 8 de enero.
Eutiquio, patriarca de Alejandría, en el siglo X aún defendía esta fecha como
la única verdadera.
Basándose también en Lucas, la Iglesia oriental empleó otro
argumento todavía más peculiar para defender la fecha del 6 de enero. Cogiendo
al vuelo la afirmación de Lucas cuando escribió que «Jesús, al empezar, tenía
unos treinta años» (Lc 3,23),
dedujeron, de alguna manera sin duda milagrosa, que Jesús murió cuando tenía
«exactamente» treinta años, contados estos desde el día de su concepción, y,
dado que la fecha de la crucifixión la habían fijado el 6 de abril (¡¿?!), sólo
tuvieron que añadir los nueve meses exactos de gestación para llegar hasta el
tan celebrado 6 de enero.
Dejando al
margen la vía para calcular tan preciado día, lo cierto es que la fecha del 6 u
8 de enero -la primera que la cristiandad celebró-
tenía mucho sentido ya que, en la Alejandría egipcia (cuna de aspectos
fundamentales de la doctrina cristiana), se festejaba con toda pompa el
festival de Core «la Doncella» -identificada
con la diosa Isis- y el nacimiento de su nuevo Aion, que era una personificación
sincrética de Osiris.
San Epifanio, refiriéndose al
festival de Core, escribió en Penarion
51: «la víspera de aquel día era costumbre pasar la noche cantando y atendiendo
las imágenes de los dioses. Al amanecer se descendía a una cripta y se sacaba
una imagen de madera, que tenía el signo de una cruz y una estrella de oro
marcada en las manos, rodillas y cabeza. Se llevaba en procesión, y luego se
devolvía a la cripta; se decía que esto se hacía porque la Doncella había alumbrado al Aion.»
Entrado ya el siglo IV, cuando ya
se había concluido lo substancial del proceso de trasvase de mitos desde los
dioses solares jóvenes precristianos hacia la figura de Jesús-Cristo,
se decidió fijar una fecha concreta -y acorde a su nueva concepción mítica-
para el natalicio de Jesús. Dado que al judío Jesús histórico se le había
adjudicado toda la carga legendaria que caracterizaba a su máximo competidor de
esos días, el dios Mitra, lo lógico fue hacerle nacer el mismo día en que se
celebraba el advenimiento de ese joven dios.
A más abundamiento, cabe recordar
que la figura de Jesús no fue oficialmente declarada como consubstancial con
Dios hasta el año 325, cuando el emperador Constantino convocó el concilio de
Nicea y ordenó a todos los obispos asistentes que acatasen el entonces muy
discutido y discutible dogma de que el Padre y el Hijo compartían la misma
substancia divina
De esta forma, entre los años 354 y 360, durante el
pontificado de Liberio (352-366), se
tomó por fecha inmutable la de la noche del 24 al 25 de diciembre, día en que
los romanos celebraban el Natalis Solis
Invicti, el nacimiento del Sol Invencible -un
culto muy popular y extendido al que los cristianos no habían podido vencer o
proscribir hasta entonces- y, claro
está, la misma fecha en la que todos los pueblos contemporáneos festejaban la
llegada del solsticio de invierno.
Según algunos autores, en la
elección del 25 de diciembre -hecho que
sitúan en el año 345, bajo el papa Julio I-
tuvo una influencia decisiva Juan Crisóstomo (del que sabemos que defendió esta
fecha, frente a la del 6 de enero, en, al menos, escritos del año 375) y
Gregorio Nacianceno -uno
de los tres padres capadocios que elaboraron la doctrina trinitaria clásica a
finales del siglo IV-,
pero lo más plausible es que ambos personajes no intervinieran en la datación
del natalicio aunque sí actuasen como fervientes defensores del 25 de diciembre
a posteriori.
En cualquier caso, San Agustín
(354-430) sí debía tener muy claro el verdadero origen de la Navidad católica,
sobrepuesta al Natalis Solis Invicti,
cuando exhortó a los creyentes a que ese día no lo dedicasen «al Sol, sino al
Creador del Sol».
Con la instauración de la Navidad
también se recuperó en occidente la celebración de los cumpleaños, aunque las
parroquias europeas no comenzaron a registrar las fechas de nacimiento de sus
feligreses hasta el siglo XII.
A pesar de haberse fijado ya como
inmutable la fecha del 25 de diciembre -o quizá por esa misma razón-,
las especulaciones en torno al natalicio de Jesús prosiguieron durante muchos
siglos después. El papa Juan I (523-526), decidido a averiguar la verdad, le
encargó una investigación al monje Dionysius Exiguus (Dionisio el Pequeño)
que, tras un curioso proceso de razonamiento
concluyó que el año de la Encarnación había sido el 754 de la fundación de
Roma, y que la Encarnación misma había tenido lugar el 25 de marzo y el
nacimiento el 25 de diciembre, eso es después de una gestación matemáticamente
exacta de nueve meses.
La peculiar datación de Dionisio el Pequeño también dejó en herencia otra
fecha famosa, la de los 33 años de Jesús en el momento de ser crucificado, pero
hoy ya está bien demostrado que los cálculos del monje romano fueron errados
hasta en lo más evidente y que Jesús tenía entre 41 y 45 años cuando fue
ejecutado
En el siglo XVI, un erudito como
José Scaligero aún se ocupó del asunto y afirmó que Jesús había nacido a
finales de septiembre o principios de octubre. Más prudente, el gran sabio y
teólogo Bynaeus (1654-1698), después de analizar todo lo escrito al respecto,
concluyó que «puesto que la Escritura calla sobre esto, callemos también
nosotros». La fecha
del 25 de diciembre, fijada a finales del siglo IV, ya era inamovible para el
orbe católico (aunque no fuese aceptada por las Iglesias cristianas orientales
que siguen celebrando el natalicio de Jesús en el 6 de enero).
LOS MASONES Y LA NAVIDAD
Los hijos de la Luz, como se conoce a los masones también
festejan su navidad, pero ha
diferencia de otros cultos, se festeja al Culto de la Naturaleza, celebradas en
cuatro ocasiones: los dos equinoccios y en las dos etapas del solsticio, de
verano e invierno, de acuerdo al hemisferio en que uno se encuentra.
Aunque el verano sea considerado generalmente como una
estación alegre y el invierno como una triste, por el hecho de que el primero
representa en cierto modo el triunfo de la luz y el segundo el de la oscuridad,
los dos solsticios correspondientes tienen, sin embargo, un carácter
exactamente contrario. Por paradójico que parezca, es muy fácil comprenderlo si
se posee algún conocimiento sobre los datos tradicionales acerca del curso del
ciclo anual. En efecto, lo que ha alcanzado su máximo no puede ya sino
decrecer, y lo que ha llegado a su mínimo no puede sino comenzar a crecer.
Así, el solsticio de verano marca el comienzo de la mitad descendente del año,
y el solsticio de invierno, el de su mitad ascendente. Desde el punto de vista
de su significación cósmica, se comprenden mejor estas palabras de san Juan
Bautista, cuyo nacimiento coincide con el solsticio estival (verano): “El
(Jesús, nacido en el solsticio de invierno) conviene que crezca, y yo que
disminuya”. En
realidad, el periodo “alegre”, es decir, benéfico y favorable, es la mitad
ascendente del ciclo anual, y su periodo “triste”, es decir, maléfico o
desfavorable, es su mitad descendente.
El solsticio de invierno, marca un momento
en que el tiempo se detiene; el presente se manifiesta en un instante de eternidad.
Es un tiempo de silencio, recogimiento interior y meditación. La semilla se
pudre en el interior de la tierra esperando pacientemente a que llegue el
tiempo apropiado para crecer y manifestarse.
Conocemos la experiencia de la cámara de
reflexiones, de este duro camino
interior hacia nuestro propio infierno, aislándonos hacia adentro, penetrando
el centro mismo de las cosas para entender cual es la esencia de las cosas y
cual su apariencia, así en lo más profundo de nuestra ser, en la noche más larga
de nuestro viaje celeste, sólo nos queda una antorcha: nuestra razón
resplandeciente, que apenas ilumina algunos restos óseos, que figuran otra
realidad, la verdad brutal, privada del velo de las ilusiones, en el fondo del
V.:I.:T.:R.:I.:O.:L.: alquímico “Visita Interiora Térrea Rectificando Invenies
Occultum lapidem”.
Entonces en la noche más larga descubrimos
la piedra filosofal, nuestra piedra cúbica francmasónica, sustento de las
certezas que requiere el espíritu, roca firme, angular y cristalización salina
de nuestro YO y de la construcción intelectual y moral que constituye la gran
obra. Bástenos recordar de nuevo los misterios de Eleúsis y Ceres, en donde el
recipiendario, el iniciado, era símbolo
de la semilla en la tierra, que sufriendo la putrefacción da origen al
nacimiento de la flor de oro y a su proceso de individuación nacido desde sus
propios sueños arquetípicos.
QQ.:HH.: ya preparados para los cantos del
gallo, que anuncian el fin de la noche y el triunfo de la luz sobre las
tinieblas, se da cumplimiento al proceso, a la etapa ascendente de nuestro
propio invierno interior.
Esto celebramos en nuestras fiestas
solsticiales a pesar de que de la oscuridad nacemos una y otra vez en la
circularidad interminable de los días, los múltiples nacimientos y muertes que
hemos de tener en nuestras vidas, sin más armisticio que el eterno retorno al
uno todo.
Las fiestas solsticiales son el momento
simbólico en que los masones nos recogemos hacia el interior de nuestro
microcosmo y advertimos nuevas verdades morales y nuevas realidades
espirituales, que nos permiten
continuar con la gran obra. Así también se produce en el macrocosmo el áureo
proceso de los movimientos celestes de las esferas y de la armonía con que se regenera el universo, armonía que esta en
consonancia con nuestros propios acordes interiores, que resuenan en nuestro YO con la mística
melodía de las esferas.
A medianoche en punto, en lo más profundo
de la oscuridad del solsticio invernal, Hiram muere, el Templo es destruido;
pero esto no es sino el anuncio del nacimiento del Maestro y la renovación de
los trabajos del Templo.