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ETICA Y MORAL MASÓNICAS: LA PERSPECTIVA DE UN APRENDIZ
por elQ.H. Rodrigo Alperi
R.Lo. La Búsqueda Nº 182, Santiago de Chile.
Gran Logia de Chile



Aunque el origen etimológico de las palabras ética y moral es diverso, el significado último de ambas es prácticamente idéntico, y alude a las costumbres. En efecto, la palabra ética proviene del griego êthos, que primitivamente aludía al lugar donde se habita, pero Aristóteles redefinió este término, utilizándolo como sinónimo de una manera de ser, de un carácter, de una segunda casa o de una naturaleza adquirida, y no heredada. Una inferencia preliminar a partir de esto, es que una persona podría llegar a moldear, forjar o construir su modo de ser o êthos mediante hábitos que se alcanzan por la repetición de actos. Coincidentemente, la palabra moral traduce la expresión latina moralis, que derivaba de mos (en plural mores) y significaba costumbre. Con la palabra moralis, los romanos recogían el sentido griego de êthos, es decir las costumbres que se alcanzan a partir de una repetición de actos. Pero pese a este parentesco, con el tiempo la palabra moralis tendió a aplicarse a las normas concretas que han de regir las acciones, mientras que la ética llegó a emplearse para aludir al intento racional y filosófico de fundamentar la moral.

 

En la tradición occidental, la ética es también denominada Filosofía Moral, y su origen es atribuido a Sócrates, refiriéndose en último término a una forma de discernimiento basado en la introspección. Sócrates sostenía que en el conocimiento se encontraba el fundamento de la actuación moral: el conocimiento era la virtud, mientras que el vicio era la ignorancia. Es por esta razón que Sócrates estimulaba a los seres humanos a preguntarse qué era el bien, sin necesidad de molestar a los dioses. En nuestros días, la ética es entendida como la rama de la filosofía que estudia los fundamentos de lo que se considera bueno, debido o moralmente correcto, aunque también se la concibe como el saber gestionar adecuadamente la propia libertad.

 

Ambas nociones están estrechamente relacionadas, pero ética y moral difieren en aspectos relevantes. Por ejemplo, la moral tiene una base social, ya que esencialmente es un conjunto de normas establecidas en el seno de una sociedad y como tal, ejerce una influencia muy poderosa en la conducta de cada uno de sus integrantes. En cambio la ética surge como tal en la interioridad de una persona, como resultado de su propia reflexión y su propia elección. Una segunda diferencia es que la moral es un conjunto de normas que actúan en la conducta desde el exterior. En cambio la ética influye en la conducta de una persona, pero desde su misma conciencia y voluntad. Una tercera diferencia se refiere al carácter axiológico de la ética, ya que en las normas morales impera el aspecto prescriptivo, legal, obligatorio, impositivo, coercitivo e incluso, punitivo. En cambio en las normas éticas lo determinante es el valor captado y apreciado internamente como necesario.

 

En el presente, las teorías éticas usualmente se dividen en tres áreas generales: metaética, ética aplicada y ética normativa. La metaética intenta determinar de donde provienen nuestros principios éticos, y que significan. ¿Se trata de meras creaciones sociales? ¿Son ellas expresiones de nuestras opciones individuales? ¿Existen verdades universalmente aplicables o una voluntad divina que determinen nuestra conducta? ¿Cual es el papel de la razón humana en los juzgamientos éticos? La ética aplicada examina aspectos especialmente controversiales valóricamente, tales como el aborto, la eugenesia, la protección medioambiental, los derechos homosexuales o la pena de muerte. La ética normativa, por último, tiene pretensiones más prácticas, específicamente, determinar los estándares morales que regulan una conducta correcta o incorrecta, lo cual implica determinar los hábitos que debemos practicar, los deberes que debemos observar y las consecuencias de nuestra conducta personal respecto de otros.

 

Los problemas relacionados con los parámetros morales o de ética normativa de la conducta humana tienen incidencia en prácticamente todas las áreas humanas, y como tal, la francmasonería no escapa a esta regla. En este caso, los parámetros de ética normativa han sido expresamente señalados en diversas fuentes, desde el mismo origen de la francmasonería. Entre otras, estas fuentes incluyen las Constituciones de Anderson del año 1723, o los discursos pronunciados por Ramsay en 1737. En el caso peculiar de Chile, debemos añadir la Declaración de Principios de la Gran Logia de Chile y aún el catecismo contenido en nuestro Manual del Aprendiz. Todos estos cuerpos contienen alusiones expresas a normas de ética normativa cuya observancia es exigida a los francmasones del primer grado.

 

James Anderson (1678-1739) fue el autor del Libro de las Constituciones, un texto que fue concluido en 1723 y que reunió en un todo orgánico las reglas de la masonería entonces existentes, siendo reeditado en 1738, 1756, 1767 y 1784. El Párrafo Primero de las Constituciones de Anderson de 1723, referidas a “Lo que se Refiere a Dios y a la Religión”, establecía que,

 

“Un Masón está obligado, por su condición, a obedecer la ley moral, y si comprende el Arte, nunca se convertirá en un estúpido ateo, ni en un libertino irreligioso. Aún cuando en los tiempos antiguos los masones estaban obligados en cada país a practicar la religión que se observaba en ese país, hoy se ha creído más oportuno no imponerle otra religión que aquella en que todos los hombres están de acuerdo, y dejarles completa libertad respecto a sus opiniones personales; es decir, ser hombres buenos y leales, es decir, hombres de honor y de probidad, cualquiera que sea la diferencia de sus Denominaciones o de sus Confesiones. De este modo la Masonería se convertirá en un centro de unidad y es el medio de establecer relaciones amistosas entre gentes que, fuera de ella, hubieran permanecido separados entre sí.”

 

Por tanto, la obligación fundamental en la perspectiva de Anderson era “ser hombres buenos y leales, es decir, hombres de honor y de probidad” dejando en un segundo plano las respectivas Denominaciones o Confesiones religiosas. Esta redacción fue modificada en la edición de las Constituciones de 1738, en términos tales que en la nueva edición se señala que la obligación consiste en “ser hombres buenos y leales, es decir, hombres de honor y de probidad, cualquiera que sean los Nombres, Religiones o Confesiones que contribuyen a distinguirlos.” Corbiére citando a Maurice Paillard,[1] considera que esta modificación tuvo como consecuencia incluir todas aquellas creencias mediante las cuales se distinguía a estos hombres “buenos y leales”, inclusive el Ateismo. Desde esta perspectiva, se entendería el que un “estúpido ateo” quedara excluido como un hombre bueno y leal, no en razón de su ateismo, sino que de su estupidez. Sea cual sea la interpretación que se le quiera dar, lo cierto es que la obligación esencial en cuanto a ser hombres buenos y leales permanece hasta hoy día como un requisito esencial para todos los francmasones.

 

En relación con las reglas de conducta que deben observarse por los masones en su propia casa y entre sus vecinos, el Libro de las Constituciones declara que,

 

“Los masones deben conducirse como conviene a un hombre prudente y moral... y no perder de vista, en ningún caso, que el honor propio y el de la cofradía están unidos; esto, por razones que no podemos exponer aquí, no debe descuidarse los propios intereses, permaneciendo ausente de su casa después de las horas de la logia; evítense igualmente la embriaguez y las malas costumbres, para que no se vean abandonadas las propias familias, ni privadas de aquello que tienen derecho a esperar de los masones, y para que éstos no se vean imposibilitados para el trabajo.”

 

Así, estándares como la bondad, la lealtad, el honor, la probidad o la prudencia eran proporcionados como el contenido de las normas éticas normativas en las cuales todos estarían de acuerdo, sin importar la religión que cada francmasón profesara. Este sentido es reforzado en el denominado “Discurso pronunciado en la Recepción de los Francmasones por el Señor de Ramsay, Gran Orador de la Orden” en 1737. En este se indica que las cualidades necesarias para formar parte de la francmasonería son “la filantropía prudente, la moral pura, el secreto inviolable y el gusto por las bellas artes”, añadiendo que “[l]a sana moral es el segundo requisito de nuestra sociedad” y que “la Orden de los francmasones se estableció para formar hombres amables, buenos ciudadanos y buenos súbditos, inviolables en sus promesas, fieles adoradores del Dios de la amistad, más amantes de la virtud que de las recompensas.” Más adelante, señala con toda precisión la importancia de la práctica de las virtudes morales en el grado de Aprendiz, señalando que a los principiantes o aprendices “les damos a conocer las virtudes morales y filantrópicas.”

 

La Declaración de Principios de la Gran Logia de Chile no es ajena a esta línea de pensamiento, señalando que “la Francmasonería es una Institución universal, esencialmente ética, filosófica e iniciática” y añade que ella “constituye el centro de unión para los hombres de espíritu libre de todas las razas, nacionalidades y credos... promueve entre sus adeptos la búsqueda incesante de la verdad, el conocimiento de sí mismo y del hombre en el medio en que vive y convive, para alcanzar la fraternidad universal del género humano...los francmasones... anhelan unir a todos los hombres en la práctica de una moral universal que promueva paz y entendimiento y elimine los prejuicios de toda índole... [la francmasonería] proclama al Grande Arquitecto del Universo como Principal Generador y como Símbolo Superior de su aspiración y construcción éticas. No prohíbe ni impone a sus miembros ninguna condición religiosa.” Una declaración que, después de todo, concuerda in toto con las fuentes históricas antes mencionadas.

 

En la actualidad, nuestra primera aproximación a los estándares de ética normativa que nos son exigidos como francmasones del primer grado, son las normas contenidas en nuestro Manual del Aprendiz. Por ejemplo, se nos señala que un masón es “un hombre nacido libre y de buenas costumbres, igualmente amigo del pobre que del rico si son virtuosos” y en relación con la virtud, se indica que “el valor individual debe apreciarse en razón de las cualidades morales.” Nuestro manual añade que los deberes del masón son “huir del vicio y practicar la virtud”, y en relación con la práctica de la virtud indica que ella se ejercita prefiriendo por sobre todas las cosas la justicia y la verdad. En fin, en relación con los modos de reconocimiento del masón, se nos indica que éste se reconoce por su manera de actuar siempre justa y franca, y que el masón debe inspirarse en todo momento en ideas de justicia y equidad. Y como una instrucción que nos acompañará durante todo el proceso iniciático de aprendiz, hacía la conclusión del ceremonial iniciatorio, se nos señala por medio de la marcha del aprendiz, que nuestros esfuerzos han de estar siempre dirigidos por una recta intención, por un rigor intelectual y ético que atienda a los principios universales que se nos revelan mediante las leyes y los ritmos que deberemos respetar en nuestros trabajos. Es decir, por medio de la instrucción contenida en el Manual del Grado, se nos indican en términos precisos los estándares éticos normativos que deben regular nuestra conducta. Se trata en estricto sentido, de las normas éticas a las que debemos atenernos, y como tales, impera e ellas el carácter prescriptivo, legal, obligatorio e incluso, impositivo.

 

Las consideraciones contenidas en las fuentes anteriores inevitablemente nos enfrentan a una cuestión relevante, verdadero desafío y, probablemente, el contenido de las tribulaciones del grado de aprendiz, consistente en identificar las normas de ética normativa masónica que nos son prescritas, con los valores captados y apreciados internamente como necesarios, esta vez por propia convicción.

 

Es dificultoso, en esta primera etapa del camino de la vida masónica discernir los aspectos metaéticos que justifican acatar dichos principios normativos, pero con toda seguridad, ellos dicen relación con el hecho de que, tal como lo señalaba Anderson, “el honor propio y el de la cofradía están unidos”. Por otro lado, como nota característica de las fuentes citadas, es evidente que la ética normativa de la masonería no está directamente ligada a ningún sistema filosófico, ni a ningún credo religioso, sino que más bien está constituido por preceptos universales que debieran enseñar al hombre a alcanzar la sabiduría y una independencia de conciencia plena. Aun más, la relación entre moral masónica y religión puede llegar a ser completamente independiente, pese a una cierta inclinación natural de las religiones consistente en sostener que moral y religión están esencialmente conectadas, y que la observancia de las leyes morales es imposible fuera de la religión. Esta es la razón de que se señale que la creencia en el Gran Arquitecto del Universo sea esencial para cualquier hombre que desea entrar a nuestra Orden, aunque precisando que se acepta como candidatos a hombres de toda fe religiosa. La francmasonería, en efecto, no es una religión ni un substituto para la religión, sino que como lo señalara James Anderson, se trata de un centro de unión entre hombres buenos y honestos, y la manera alegre de conciliar amistad entre quienes, de otro modo, tendrían que haber permanecido a una distancia perpetua.

 

En un plano metaético, en ello reside la extremada importancia, y la responsabilidad de cada uno de los miembros de la francmasonería, ya desde el primer grado de instrucción, consistente en observar en todo momento un comportamiento que se ajuste a la normativa ética que nos es instruida. Es en este ámbito de pluralidad de creencias, donde el francmasón se encuentra con la búsqueda de una verdad intersubjetiva y la insoslayable responsabilidad que ello acarrea, un punto donde la francmasonería se hace eminentemente práctica en razón de la libertad entendida como “autonomía”. En último término, se trata de una instancia de juicio moral que se encuentra por encima de las creencias personales, sin que por ello constituya una concepción naturalista u objetiva. Es el imperativo categórico más crucial de nuestra época: ser capaces de vivir en paz, con justicia y libertad, no obstante nuestras propias convicciones.



[1] Emilio J. Corbiére; La Masonería. Política y Sociedades Secretas. Editorial Sudamericana (De Bolsillo), Cuarta Edición, Buenos Aires,  2004, pp. 58-59.



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