Aunque
el origen etimológico de las palabras ética y moral es diverso, el significado
último de ambas es prácticamente idéntico, y alude a las costumbres. En
efecto, la palabra ética proviene del griego êthos,
que primitivamente aludía al lugar donde se habita, pero Aristóteles redefinió
este término, utilizándolo como sinónimo de una manera de ser, de un carácter,
de una segunda casa o de una naturaleza adquirida, y no heredada. Una inferencia
preliminar a partir de esto, es que una persona podría llegar a moldear, forjar
o construir su modo de ser o êthos
mediante hábitos que se alcanzan por la repetición de actos. Coincidentemente,
la palabra moral traduce la expresión latina moralis, que derivaba de mos (en
plural mores) y significaba costumbre. Con la palabra moralis, los romanos recogían
el sentido griego de êthos, es decir
las costumbres que se alcanzan a partir de una repetición de actos. Pero pese a
este parentesco, con el tiempo la palabra moralis tendió a aplicarse a las
normas concretas que han de regir las acciones, mientras que la ética llegó a
emplearse para aludir al intento racional y filosófico de fundamentar la moral.
En
la tradición occidental, la ética es también denominada Filosofía Moral, y
su origen es atribuido a Sócrates, refiriéndose en último término a una
forma de discernimiento basado en la introspección. Sócrates sostenía que en el conocimiento se encontraba
el fundamento de la actuación moral: el conocimiento era la virtud, mientras
que el vicio era la ignorancia. Es por esta razón que Sócrates estimulaba a
los seres humanos a preguntarse qué era el bien, sin necesidad de molestar a los dioses. En
nuestros días, la ética es entendida como la rama de la filosofía que estudia
los fundamentos de lo que se considera bueno, debido o moralmente correcto,
aunque también se la concibe como el saber gestionar adecuadamente la propia
libertad.
Ambas
nociones están estrechamente relacionadas, pero ética y moral difieren en
aspectos relevantes. Por ejemplo, la moral tiene una base social, ya que
esencialmente es un conjunto de normas establecidas en el seno de una sociedad y
como tal, ejerce una influencia muy poderosa en la conducta de cada uno de sus
integrantes. En cambio la ética surge como tal en la interioridad de una
persona, como resultado de su propia reflexión y su propia elección. Una
segunda diferencia es que la moral es un conjunto de normas que actúan en la
conducta desde el exterior. En cambio la ética influye en la conducta de una
persona, pero desde su misma conciencia y voluntad. Una tercera diferencia se
refiere al carácter axiológico de la ética, ya que en las normas morales
impera el aspecto prescriptivo, legal, obligatorio, impositivo, coercitivo e
incluso, punitivo. En cambio en las normas éticas lo determinante es el valor
captado y apreciado internamente como necesario.
En
el presente, las teorías éticas usualmente se dividen en tres áreas
generales: metaética, ética aplicada y ética normativa. La metaética intenta
determinar de donde provienen nuestros principios éticos, y que significan. ¿Se
trata de meras creaciones sociales? ¿Son ellas expresiones de nuestras opciones
individuales? ¿Existen verdades universalmente aplicables o una voluntad divina
que determinen nuestra conducta? ¿Cual es el papel de la razón humana en los
juzgamientos éticos? La ética aplicada examina aspectos especialmente
controversiales valóricamente, tales como el aborto, la eugenesia, la protección
medioambiental, los derechos homosexuales o la pena de muerte. La ética
normativa, por último, tiene pretensiones más prácticas, específicamente,
determinar los estándares morales que regulan una conducta correcta o
incorrecta, lo cual implica determinar los hábitos que debemos practicar, los
deberes que debemos observar y las consecuencias de nuestra conducta personal
respecto de otros.
Los
problemas relacionados con los parámetros morales o de ética normativa de la
conducta humana tienen incidencia en prácticamente todas las áreas humanas, y
como tal, la francmasonería no escapa a esta regla. En este caso, los parámetros
de ética normativa han sido expresamente señalados en diversas fuentes, desde
el mismo origen de la francmasonería. Entre otras, estas fuentes incluyen las
Constituciones de Anderson del año 1723, o los discursos pronunciados por
Ramsay en 1737. En el caso peculiar de Chile, debemos añadir la Declaración de
Principios de la Gran Logia de Chile y aún el catecismo contenido en nuestro
Manual del Aprendiz. Todos estos cuerpos contienen alusiones expresas a normas
de ética normativa cuya observancia es exigida a los francmasones del primer
grado.
James
Anderson (1678-1739) fue el autor del Libro de las Constituciones, un texto que
fue concluido en 1723 y que reunió en un todo orgánico las reglas de la
masonería entonces existentes, siendo reeditado en 1738, 1756, 1767 y 1784. El
Párrafo Primero de las Constituciones de Anderson de 1723, referidas a “Lo
que se Refiere a Dios y a la Religión”, establecía que,
“Un Masón está
obligado, por su condición, a obedecer la ley moral, y si comprende el Arte,
nunca se convertirá en un estúpido ateo, ni en un libertino irreligioso. Aún
cuando en los tiempos antiguos los masones estaban obligados en cada país a
practicar la religión que se observaba en ese país, hoy se ha creído más
oportuno no imponerle otra religión que aquella en que todos los hombres están
de acuerdo, y dejarles completa libertad respecto a sus opiniones personales; es
decir, ser hombres buenos y leales, es decir, hombres de honor y de probidad,
cualquiera que sea la diferencia de sus Denominaciones o de sus Confesiones. De
este modo la Masonería se convertirá en un centro de unidad y es el medio de
establecer relaciones amistosas entre gentes que, fuera de ella, hubieran
permanecido separados entre sí.”
Por
tanto, la obligación fundamental en la perspectiva de Anderson era “ser
hombres buenos y leales, es decir, hombres de honor y de probidad” dejando en
un segundo plano las respectivas Denominaciones o Confesiones religiosas. Esta
redacción fue modificada en la edición de las Constituciones de 1738, en términos
tales que en la nueva edición se señala que la obligación consiste en “ser
hombres buenos y leales, es decir, hombres de honor y de probidad, cualquiera
que sean los Nombres, Religiones o
Confesiones que contribuyen a distinguirlos.” Corbiére citando a Maurice
Paillard,[1]
considera que esta modificación tuvo como consecuencia incluir todas aquellas
creencias mediante las cuales se distinguía a estos hombres “buenos y
leales”, inclusive el Ateismo. Desde esta perspectiva, se entendería el que
un “estúpido ateo” quedara excluido como un hombre bueno y leal, no en razón
de su ateismo, sino que de su estupidez. Sea cual sea la interpretación que se
le quiera dar, lo cierto es que la obligación esencial en cuanto a ser hombres
buenos y leales permanece hasta hoy día como un requisito esencial para todos
los francmasones.
En
relación con las reglas de conducta que deben observarse por los masones en su
propia casa y entre sus vecinos, el Libro de las Constituciones declara que,
“Los masones deben
conducirse como conviene a un hombre prudente y moral... y no perder de vista,
en ningún caso, que el honor propio y el de la cofradía están unidos; esto,
por razones que no podemos exponer aquí, no debe descuidarse los propios
intereses, permaneciendo ausente de su casa después de las horas de la logia;
evítense igualmente la embriaguez y las malas costumbres, para que no se vean
abandonadas las propias familias, ni privadas de aquello que tienen derecho a
esperar de los masones, y para que éstos no se vean imposibilitados para el
trabajo.”
Así,
estándares como la bondad, la lealtad, el honor, la probidad o la prudencia
eran proporcionados como el contenido de las normas éticas normativas en las
cuales todos estarían de acuerdo, sin importar la religión que cada francmasón
profesara. Este sentido es reforzado en el denominado “Discurso pronunciado en
la Recepción de los Francmasones por el Señor de Ramsay, Gran Orador de la
Orden” en 1737. En este se indica que las cualidades necesarias para formar
parte de la francmasonería son “la filantropía prudente, la moral pura, el
secreto inviolable y el gusto por las bellas artes”, añadiendo que “[l]a
sana moral es el segundo requisito de nuestra sociedad” y que “la Orden de
los francmasones se estableció para formar hombres amables, buenos ciudadanos y
buenos súbditos, inviolables en sus promesas, fieles
adoradores del Dios de la amistad, más amantes de la virtud que de las
recompensas.” Más adelante, señala con toda precisión la importancia de la
práctica de las virtudes morales en el grado de Aprendiz, señalando que a los
principiantes o aprendices “les damos a conocer las virtudes morales y filantrópicas.”
La
Declaración de Principios de la Gran Logia de Chile no es ajena a esta línea
de pensamiento, señalando que “la Francmasonería es una Institución
universal, esencialmente ética, filosófica e iniciática” y añade que ella
“constituye el centro de unión para los hombres de espíritu libre de todas
las razas, nacionalidades y credos... promueve entre sus adeptos la búsqueda
incesante de la verdad, el conocimiento de sí mismo y del hombre en el medio en
que vive y convive, para alcanzar la fraternidad universal del género
humano...los francmasones... anhelan unir a todos los hombres en la práctica de
una moral universal que promueva paz y entendimiento y elimine los prejuicios de
toda índole... [la francmasonería] proclama al Grande Arquitecto del Universo
como Principal Generador y como Símbolo Superior de su aspiración y construcción
éticas. No prohíbe ni impone a sus miembros ninguna condición religiosa.”
Una declaración que, después de todo, concuerda in
toto con las fuentes históricas antes mencionadas.
En
la actualidad, nuestra primera aproximación a los estándares de ética
normativa que nos son exigidos como francmasones del primer grado, son las
normas contenidas en nuestro Manual del Aprendiz. Por ejemplo, se nos señala
que un masón es “un hombre nacido libre y de buenas costumbres, igualmente
amigo del pobre que del rico si son virtuosos” y en relación con la virtud,
se indica que “el valor individual debe apreciarse en razón de las cualidades
morales.” Nuestro manual añade que los deberes del masón son “huir del
vicio y practicar la virtud”, y en relación con la práctica de la virtud
indica que ella se ejercita prefiriendo por sobre todas las cosas la justicia y
la verdad. En fin, en relación con los modos de reconocimiento del masón, se
nos indica que éste se reconoce por su manera de actuar siempre justa y franca,
y que el masón debe inspirarse en todo momento en ideas de justicia y equidad.
Y como una instrucción que nos acompañará durante todo el proceso iniciático
de aprendiz, hacía la conclusión del ceremonial iniciatorio, se nos señala
por medio de la marcha del aprendiz, que nuestros esfuerzos han de estar siempre
dirigidos por una recta intención, por un rigor intelectual y ético que
atienda a los principios universales que se nos revelan mediante las leyes y los
ritmos que deberemos respetar en nuestros trabajos. Es decir, por medio de la
instrucción contenida en el Manual del Grado, se nos indican en términos
precisos los estándares éticos normativos que deben regular nuestra conducta.
Se trata en estricto sentido, de las normas éticas a las que debemos atenernos,
y como tales, impera e ellas el carácter prescriptivo, legal, obligatorio e
incluso, impositivo.
Las
consideraciones contenidas en las fuentes anteriores inevitablemente nos
enfrentan a una cuestión relevante, verdadero desafío y, probablemente, el
contenido de las tribulaciones del grado de aprendiz, consistente en identificar
las normas de ética normativa masónica que nos son prescritas, con los valores
captados y apreciados internamente como necesarios, esta vez por propia convicción.
Es
dificultoso, en esta primera etapa del camino de la vida masónica discernir los
aspectos metaéticos que justifican acatar dichos principios normativos, pero
con toda seguridad, ellos dicen relación con el hecho de que, tal como lo señalaba
Anderson, “el honor propio y el de la cofradía están unidos”. Por otro
lado, como nota característica de las fuentes citadas, es evidente que la ética
normativa de la masonería no está directamente ligada a ningún sistema filosófico,
ni a ningún credo religioso, sino que más bien está constituido por preceptos
universales que debieran enseñar al hombre a alcanzar la sabiduría y una
independencia de conciencia plena. Aun más, la relación entre moral masónica
y religión puede llegar a ser completamente independiente, pese a una cierta
inclinación natural de las religiones consistente en sostener que moral y
religión están esencialmente conectadas, y que la observancia de las leyes
morales es imposible fuera de la religión. Esta es la razón de que se señale
que la creencia en el Gran Arquitecto del Universo sea esencial para cualquier
hombre que desea entrar a nuestra Orden, aunque precisando que se acepta como
candidatos a hombres de toda fe religiosa. La francmasonería, en efecto, no es
una religión ni un substituto para la religión, sino que como lo señalara
James Anderson, se trata de un centro de unión entre hombres buenos y honestos,
y la manera alegre de conciliar amistad entre quienes, de otro modo, tendrían
que haber permanecido a una distancia perpetua.
En
un plano metaético, en ello reside la extremada importancia, y la
responsabilidad de cada uno de los miembros de la francmasonería, ya desde el
primer grado de instrucción, consistente en observar en todo momento un
comportamiento que se ajuste a la normativa ética que nos es instruida. Es en
este ámbito de pluralidad de creencias, donde el francmasón se encuentra con
la búsqueda de una verdad intersubjetiva y la insoslayable responsabilidad que
ello acarrea, un punto donde la francmasonería
se hace eminentemente
práctica en razón de la libertad entendida como “autonomía”. En último término,
se trata de una instancia de juicio moral que se encuentra por encima de las
creencias personales, sin que por ello constituya una concepción naturalista u
objetiva. Es el imperativo categórico más crucial de nuestra época: ser
capaces de vivir en paz, con justicia y libertad, no obstante nuestras propias
convicciones.
[1]
Emilio J. Corbiére;
La Masonería. Política y Sociedades Secretas. Editorial Sudamericana (De
Bolsillo), Cuarta Edición, Buenos Aires, 2004,
pp. 58-59.
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