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HIRAM ABIF O LA GUERRA JUSTA

Por lo Q.H. Cuauhtémoc D. Molina García
Logia CONCORDIA No. 1. Xalapa, Veracruz, México.
Gran Logia "Unida Mexicana" AA. LL. y AA

 

De pronto, el Compañero que comparece ante la Tercera Cámara se enfrenta con una cámara dedicada al juicio; esto es, se halla frente a la posibilidad de que se le juzgue por razón de su conducta profana y masónica. Muy lejos están, -se le dice-, sus probables aspiraciones de deslumbrarse por el lujo y el esplendor, signos de la gloria, la pompa y el triunfo. Lo que le espera es la sanción de los Maestros que le piden comparecer vivo y “lleno de vigor, salud y esperanza” para postreramente hacerlo ya con el cuerpo inanimado, pues se le dice:

 

“Tenéis que darnos cuenta de vuestras opiniones en asuntos muy serios y de vuestra conducta en otros muy graves; de la misma manera que antes de conducir vuestros restos al campo de reposo, la pediremos al mundo de la que hayáis seguido como hombres y como Masones.”[i]

 

La sentencia ritual es grave, pues coloca al masón ante la posibilidad de recibir una sanción Postmortem que le obliga a tener y mantener una conducta intachable, asunto por demás difícil, pues no solo es la aprobación de la comunidad masónica, sino también “la del mundo”, ese mundo que bien puede juzgarnos con mayor objetividad, pero también con mayor dureza, sobre todo si el masón es un personaje público y de acción fuera del ámbito normal de desempeño del común de las personas. Sin embargo, dos cuestionamientos resultan interesantes desde la perspectiva de la eticidad del grado: uno que busca indagar la percepción del candidato acerca del desafío, entendido éste como reto o provocación, como llamado a la riña y a la violencia, y el otro el que pregunta su opinión acerca de la guerra. Y la postura del grado, luego de aceptarla, apela al siguiente argumento:

 

“La guerra es lícita y aun necesaria cuando es el único medio de conseguir, defender o asegurar nuestros derechos”.[ii]

 

Respecto de este enunciado del Tercer Grado de la masonería conocida y practicada en América Latina, o al menos en México[iii], parece que su estructura gira en torno del siguiente argumento: “Puesto que la injusticia es mala, y dado que la guerra puede reparar la injusticia, es de esperarse, por lo tanto, que la guerra pueda ser justa, y si es justa pueda entonces ser buena”. Este enunciado respecto de la bellum justus tiene orígenes nada contemporáneos, pues ya San Agustín de Hipona, uno de los Padres de la iglesia romana, alegaba la protección del inocente contra el mal, y en De Cevitate Dei (La Ciudad de Dios) afirma que para el cristiano vale más soportar el mal que cometerlo y su teoría de la guerra justa la expone así:

 

“Se llaman justas las guerras que vengan las injusticias, cuando un pueblo o un Estado, al que hay que hacer la guerra se ha descuidado en el castigo de los crímenes de los suyos o en la restitución de lo que ha sido arrebatado por medio de esas injusticias”.

 

Luego añade: “El soldado que mata al enemigo, como el juez y el verdugo que ejecuta a un criminal, no creo que pequen, ya que al actuar así, obedecen a la ley”.[iv] Esto es, parece que San Agustín asume que una guerra justa no es puramente punitiva, sino reparadora de injusticias, y es esta enmienda lo que justifica moralmente a las guerras. En el siglo VII, Isidoro de Sevilla agregará a la tesis agustiniana una precisión, considero yo, capital: “Es justa la guerra que se hace, después de advertirlo, para recuperar bienes y para rechazar a los enemigos”.[v] Aquí, lo que legitima a la guerra es, en primer, lugar la advertencia, y luego la recuperación de los bienes y, por último la defensa de la vida en términos del rechazo de los enemigos. Pero esta postura habilita también, en su momento, la embestida de las cruzadas, cuyo fin fue recuperar los Santos Lugares retenidos ilícitamente por los infieles. A partir de esta aseveración, el tránsito de la guerra justa a la guerra santa ya es meramente de protocolo. Tal vez la postura masónica del Tercer Grado esté inspirada en el espíritu templario, pues ya el fundador del Temple, Hugo de Payns, tuvo a bien inventar la novedosa y no menos conflictiva idea de combinar dos éticas radicalmente opuestas: la del monje y la del guerrero, esto es, la santidad y la caballería, combinación que dio origen a la mayor y más poderosa organización que jamás haya conocido el mundo medieval, la Orden de los Caballeros del Templo de Salomón, los Pobres Caballeros de Cristo, o simplemente, los Templarios. Es decir, la violencia legítima (no “legal”), ya provenga ésta por la vía de la guerra o por la del derecho, -pues habrá que recordar que éste no es sino la legitimación de la violencia del Estado-, adquiere su máxima expresión cuando todos los recursos de la paz o de la diplomacia han fracasado, lo que hace afirmar, en pleno siglo XIX al barón Karl Von Klausewitz, que la guerra no es sino la prolongación de la política por otros medios.

            Pero en la Edad Media, pleno siglo XII, es el propio San Bernardo, a quien recordamos como uno de los promotores, junto con Hugo de Payns, de la Orden del Temple en 1118, -y a quien de hecho se le atribuye la Regla prima del Temple-, quien afirma: “La guerra no puede ser otra cosa que un mal menor, que se ha de utilizar lo menos posible, estudiando caso por caso”. San Bernardo agrega:

 

“Entre cristianos solo es justa cuando peligra la unidad de la Iglesia; contra los judíos, los heréticos, los paganos, ha de evitarse la violencia, ya que la verdad no se impone con la fuerza. El cristiano debe convencer, y solo se justifica una guerra defensiva.”[vi]

 

Si San Bernardo hubiera vivido en tiempos de la “Santa Inquisición”, o bien Torquemada hubiera sido un imposible, o la propia Inquisición hubiera sido poco menos que una quimera, pues el monje cistircense impone la razón y la verdad en contra de la descalificación y el dogmatismo. Es, a todas luces, lo que se llama un Templario calificado. Y es así como para San Bernardo las cruzadas se consideran solo como una guerra defensiva, llevada a cabo con una intención recta reduciendo la violencia al mínimo.

            Pero el carácter de guerra lícita, como afirma el cahier masónico del Tercer Grado, puede tener una connotación de guerra “permitida”, y no necesariamente de guerra “justa” ni mucho menos de guerra “legítima”. La licitud no es, me parece a mí, una insinuación o una sugerencia de validez, pues el consenso de la sociedad puede, en último de los casos, permitir una guerra injusta con su silencio o su pasividad, y ser la guerra tremendamente injusta como es el caso del magnicidio estadounidense contra el pueblo de Irak. Un magnicidio en que la humanidad se mantuvo dramáticamente expectante, y silenciosamente cómplice. La Masonería internacional, incluso la norteamericana, guardó un sepulcral silencio, y los actores sociales, económicos y políticos del orbe, prefirieron la cómoda postura de la indiferencia en lugar de la activa gestión, aún y cuando ésta, como es natural, hubiera sido solo en el terreno de las opiniones, de las declaraciones y las posturas meramente discursivas e ideológicas. Ante Irak, o ante los atropellos del poderoso contra el débil, resulta evidente que la guerra es mucho más que una controversia entre los derechos de la materialidad (los bienes e incluso la vida) y los derechos que los Estados puedan proclamar como “razón de estado”; de hecho, el debate acerca de la legalidad, la legitimidad, la injusticia o la permisibilidad de una  guerra se traslada al ámbito de la moralidad, es decir, al perímetro de la eticidad. La Masonería, como sabemos, se define como “un sistema de moral, velado por alegorías e ilustrado por medio de símbolos”. Cabe entonces la pregunta ¿cómo puede una Orden fraternal, una Orden centrada en los valores de la espiritualidad y del camino iniciático, aceptar como «lícita» la guerra, cualquier tipo de guerra?

            Desde San Agustín a Hiram Abif, en el entendido de que el primero es una realidad humana e histórica, además de intelectual, y el segundo solo es una manifestación mítica e iniciática, las ideas circundantes a la guerra justificada, o a la guerra lícita de la masonería latina, pueden girar en torno a las siguientes posturas:

 

1.       La postura realista, según la cual la guerra es básicamente una cuestión de poder, de interés, de necesidad, incluso de sobrevivencia, y en este sentido el análisis moral abstracto queda materialmente descartado. La pregunta es aquí si frente a la amenaza de muerte o de extinción ¿tiene algún sentido la reflexión moral? Ideas más cercanas a este planteamiento pueden ser, por ejemplo, la de “matar en defensa propia”.

2.       La segunda postura es la de la guerra santa: Dios autoriza la coerción y la muerte de los infieles, los incrédulos de los partidarios de una ideología laica frente al Estado teocrático.

3.       La noción pacifista, según la cual toda guerra es eminentemente inmoral.

4.       La cuarta es justamente la guerra justa: la convicción que afirma que la razón moral universal, o ley moral natural, puede y debe aplicarse a la guerra.

5.       Una última postura sería aquélla que sostiene que la guerra es válida solo para garantizar la paz, lo cual sugiere una linda paradoja solo admisible en las doctrinas y en las ideologías militares del tipo “guerra fría”, que tanto animo la historia de la segunda mitad del siglo XX.

 

John Rawls, en La doctrina de la guerra justa, reflexiona en torno de las nociones de los intereses racionales y de los intereses razonables.[vii] La paz justa y duradera para los pueblos es, en Rawls, una razón que justifica la guerra, y es también la guerra un fracaso de la política. La razonabilidad rowniana no es la razonabilidad del Estado, sino la razonabilidad del pueblo, y son entonces los consensos culturales los que acreditan o desacreditan la moralidad de una guerra, sin importar por supuesto el veredicto de la historia. Por su parte Michael Hardt y Antonio Negri[viii] afirman que el renovado interés por la bellum justus, o guerra justa, no es sino el resurgimiento del concepto de “imperio”. Tradicionalmente, conceptos como estos descansan en la idea de que cuando un Estado debe confrontar una amenaza de agresión que pueda poner en peligro su integridad territorial o su independencia política, adquiere ipso facto el «jus ad bellum», es decir, el derecho a la guerra. Aquí la guerra adopta un sentido político y se legitima, a la luz del derecho, en la noción de la soberanía territorial de los Estados. Ahora las ideas de la justicia bélica se justifican en sí mismas y abandonan los preceptos de la dignidad de las guerras antiguas. Respecto de la guerra justa no son ajenas algunas consideraciones como las siguientes ¿se trata de una guerra de un Estado fuerte contra un Estado débil o de un fuerte contra un fuerte? Si bien es cierto que, ante el derecho internacional todos los Estados son iguales entre sí, la verdad es que una guerra entre una potencia militar y un país endeble sería, de entrada, inmoral, porque no se justifica el uso de la fuerza cuando la fuerza sale sobrando.

            De esta manera, no me parece bien ubicada la sentencia del cahier masónico del Tercer Grado franco latino cuando intenta justificar tanto la licitud como la necesariedad de la guerra, aún cuando sea ésta el único recurso para preservar nuestros derechos. Yo podría decir, incluso en mi condición masónica del Ancient Craft y en la más pura devoción al espíritu hirámico, y en mi más explicita lealtad al ideario escocés y yorkino, que las guerras antiguas, justificadas o no, legítimas o no, eran más aceptables, incluso éticas, en tanto tenían una “causa”, un sentido de misión, un estandarte, un baucent templario que enarbolar y defender con la dignidad del cuerpo y de la lucha frontal, «face to face»; pero las guerras actuales, justas o no, lícitas o no, legales o no, legítimas o no, son guerras de la aniquilación, guerras de la inmolación y del exterminio, son guerras a distancia, guerras en las que tercia la supremacía tecnológica, económica y militar, y ya no la potestad del valor, de la fuerza y del patriotismo, sino el ventajismo de la electrónica, que es lo mismo, en el caso de la guerra, que la preeminencia de la cobardía. Y estas guerras no son las que proclama el Tercer Grado, son guerras ajenas a Hiram Abif, al menos al Hiram Abif franco latino, y ajenas por supuesto al predicamento del valor y de la justicia que debe proclamar al universo quien, por virtud del trabajo iniciático, llega a conocer la Acacia.



[i] Cahier del Grado de Maestro, M.R.G.L. “Valle de México”. Ed. Menphis. México, 1978, p. 8 y ss. Versión similar al cahier de la M.R.G.L. “Unida Mexicana” de Libres y Aceptados Masones de Veracruz.

[ii] Ibídem.

[iii] Dudo que lo sea en la masonería norteamericana  y europea, y declaradamente no lo es en la masonería yorkina.

[iv] Ver La doctrine de la guerre juste, de saint Agustin a nous hours, París, 1935.

[v] J. Lecrercq en Saint Bernard’s Attitude Toward War¸Historia Cistercense de los Estudios Medievales. 1976.

[vi] Demerger, Alain, en Auge y caída de los Templarios, Roca, México, 1988, p. 28 y ss.

[vii] Ver   http://www.udg.es/lletres/nova_web/observatori/textos/doctrina_guerra_justa.htm

[viii] Ver la Jornada del 12/10/01.


 

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