De pronto, el Compañero que comparece ante la Tercera
Cámara se enfrenta con una cámara dedicada al juicio; esto es, se halla frente
a la posibilidad de que se le juzgue por razón de su conducta profana y masónica.
Muy lejos están, -se le dice-, sus probables aspiraciones de deslumbrarse por
el lujo y el esplendor, signos de la gloria, la pompa y el triunfo. Lo que le
espera es la sanción de los Maestros que le piden comparecer vivo y “lleno de
vigor, salud y esperanza” para postreramente hacerlo ya con el cuerpo
inanimado, pues se le dice:
“Tenéis que darnos cuenta de vuestras opiniones en
asuntos muy serios y de vuestra conducta en otros muy graves; de la misma manera
que antes de conducir vuestros restos al campo de reposo, la
pediremos al mundo de la que hayáis seguido como hombres y como Masones.”[i]
La sentencia ritual es grave, pues coloca al masón
ante la posibilidad de recibir una sanción Postmortem
que le obliga a tener y mantener una conducta intachable, asunto por demás difícil,
pues no solo es la aprobación de la comunidad masónica, sino también “la
del mundo”, ese mundo que bien puede juzgarnos con mayor objetividad, pero
también con mayor dureza, sobre todo si el masón es un personaje público y de
acción fuera del ámbito normal de desempeño del común de las personas. Sin
embargo, dos cuestionamientos resultan interesantes desde la perspectiva de la
eticidad del grado: uno que busca indagar la percepción del candidato acerca
del desafío, entendido éste como reto o provocación, como llamado a la riña
y a la violencia, y el otro el que pregunta su opinión acerca de la guerra. Y
la postura del grado, luego de aceptarla, apela al siguiente argumento:
“La guerra es lícita y aun necesaria cuando es el
único medio de conseguir, defender o asegurar nuestros derechos”.[ii]
Respecto de este enunciado del Tercer Grado de la
masonería conocida y practicada en América Latina, o al menos en México[iii],
parece que su estructura gira en torno del siguiente argumento: “Puesto que la
injusticia es mala, y dado que la guerra puede reparar la injusticia, es de
esperarse, por lo tanto, que la guerra pueda ser justa, y si es justa pueda
entonces ser buena”. Este enunciado respecto de la bellum justus tiene orígenes nada contemporáneos, pues ya San
Agustín de Hipona, uno de los Padres de la iglesia romana, alegaba la protección
del inocente contra el mal, y en De
Cevitate Dei (La Ciudad de Dios) afirma que para el cristiano vale más
soportar el mal que cometerlo y su teoría de la guerra justa la expone así:
“Se llaman justas las guerras que vengan las
injusticias, cuando un pueblo o un Estado, al que hay que hacer la guerra se ha
descuidado en el castigo de los crímenes de los suyos o en la restitución de
lo que ha sido arrebatado por medio de esas injusticias”.
Luego añade: “El soldado que mata al enemigo, como
el juez y el verdugo que ejecuta a un criminal, no creo que pequen, ya que al
actuar así, obedecen a la ley”.[iv]
Esto es, parece que San Agustín asume que una guerra justa no es puramente punitiva, sino reparadora de
injusticias, y es esta enmienda lo que justifica moralmente a las guerras. En el
siglo VII, Isidoro de Sevilla agregará a la tesis agustiniana una precisión,
considero yo, capital: “Es justa la guerra que se hace, después
de advertirlo, para recuperar bienes y para rechazar a los enemigos”.[v]
Aquí, lo que legitima a la guerra es, en primer, lugar la advertencia, y luego
la recuperación de los bienes y, por último la defensa de la vida en términos
del rechazo de los enemigos. Pero esta postura habilita también, en su momento,
la embestida de las cruzadas, cuyo fin fue recuperar los Santos Lugares
retenidos ilícitamente por los infieles. A partir de esta aseveración, el tránsito
de la guerra justa a la guerra santa
ya es meramente de protocolo. Tal vez la postura masónica del Tercer Grado esté
inspirada en el espíritu templario, pues ya el fundador del Temple, Hugo de
Payns, tuvo a bien inventar la novedosa y no menos conflictiva idea de combinar
dos éticas radicalmente opuestas: la del monje y la del guerrero, esto es, la
santidad y la caballería, combinación que dio origen a la mayor y más
poderosa organización que jamás haya conocido el mundo medieval, la Orden de
los Caballeros del Templo de Salomón, los Pobres Caballeros de Cristo, o
simplemente, los Templarios. Es decir, la violencia
legítima (no “legal”), ya provenga ésta por la vía de la guerra o por
la del derecho, -pues habrá que recordar que éste no es sino la legitimación
de la violencia del Estado-, adquiere su máxima expresión cuando todos los
recursos de la paz o de la diplomacia han fracasado, lo que hace afirmar, en
pleno siglo XIX al barón Karl Von Klausewitz, que la guerra no es sino la
prolongación de la política por otros medios.
Pero en la Edad Media, pleno siglo XII, es el propio San Bernardo, a
quien recordamos como uno de los promotores, junto con Hugo de Payns, de la
Orden del Temple en 1118, -y a quien de hecho se le atribuye la Regla prima
del Temple-, quien afirma: “La guerra no puede ser otra cosa que un mal menor,
que se ha de utilizar lo menos posible, estudiando caso por caso”. San
Bernardo agrega:
“Entre cristianos solo es justa cuando peligra la
unidad de la Iglesia; contra los judíos, los heréticos, los paganos, ha de
evitarse la violencia, ya que la verdad no se impone con la fuerza. El cristiano
debe convencer, y solo se justifica una guerra defensiva.”[vi]
Si San Bernardo hubiera vivido en tiempos de la
“Santa Inquisición”, o bien Torquemada hubiera sido un imposible, o la
propia Inquisición hubiera sido poco menos que una quimera, pues el monje
cistircense impone la razón y la verdad en contra de la descalificación y el
dogmatismo. Es, a todas luces, lo que se llama un Templario calificado. Y es así
como para San Bernardo las cruzadas se consideran solo como una guerra
defensiva, llevada a cabo con una intención recta reduciendo la violencia al mínimo.
Pero el carácter de guerra lícita,
como afirma el cahier masónico del Tercer Grado, puede tener una connotación
de guerra “permitida”, y no necesariamente de guerra “justa” ni mucho
menos de guerra “legítima”. La licitud no es, me parece a mí, una
insinuación o una sugerencia de validez, pues el consenso de la sociedad puede,
en último de los casos, permitir una guerra injusta con su silencio o su
pasividad, y ser la guerra tremendamente injusta como es el caso del magnicidio
estadounidense contra el pueblo de Irak. Un magnicidio en que la humanidad se
mantuvo dramáticamente expectante, y silenciosamente cómplice. La Masonería
internacional, incluso la norteamericana, guardó un sepulcral silencio, y los
actores sociales, económicos y políticos del orbe, prefirieron la cómoda
postura de la indiferencia en lugar de la activa gestión, aún y cuando ésta,
como es natural, hubiera sido solo en el terreno de las opiniones, de las
declaraciones y las posturas meramente discursivas e ideológicas. Ante Irak, o
ante los atropellos del poderoso contra el débil, resulta evidente que la
guerra es mucho más que una controversia entre los derechos de la materialidad
(los bienes e incluso la vida) y los derechos que los Estados puedan proclamar
como “razón de estado”; de hecho, el debate acerca de la legalidad, la
legitimidad, la injusticia o la permisibilidad de una guerra se traslada al ámbito de la moralidad, es decir, al
perímetro de la eticidad. La Masonería, como sabemos, se define como “un
sistema de moral, velado por alegorías e
ilustrado por medio de símbolos”. Cabe entonces la pregunta ¿cómo puede
una Orden fraternal, una Orden centrada en los valores de la espiritualidad y
del camino iniciático, aceptar como «lícita» la guerra, cualquier tipo de
guerra?
Desde San Agustín a Hiram Abif, en el entendido de que el primero es una
realidad humana e histórica, además de intelectual, y el segundo solo es una
manifestación mítica e iniciática, las ideas circundantes a la guerra
justificada, o a la guerra lícita
de la masonería latina, pueden girar en torno a las siguientes posturas:
1.
La postura realista, según la cual la guerra es básicamente una cuestión
de poder, de interés, de necesidad, incluso de sobrevivencia, y en este sentido
el análisis moral abstracto queda materialmente descartado. La pregunta es aquí
si frente a la amenaza de muerte o de extinción ¿tiene algún sentido la
reflexión moral? Ideas más cercanas a este planteamiento pueden ser, por
ejemplo, la de “matar en defensa propia”.
2.
La segunda postura es la de la guerra
santa: Dios autoriza la coerción y la muerte de los infieles, los incrédulos
de los partidarios de una ideología laica frente al Estado teocrático.
3.
La noción pacifista, según la cual toda guerra es eminentemente
inmoral.
4.
La cuarta es justamente la guerra justa: la convicción que afirma que la
razón moral universal, o ley moral natural, puede y debe aplicarse a la guerra.
5.
Una última postura sería aquélla que sostiene que la guerra es válida
solo para garantizar la paz, lo cual sugiere una linda paradoja solo admisible
en las doctrinas y en las ideologías militares del tipo “guerra fría”, que
tanto animo la historia de la segunda mitad del siglo XX.
John Rawls, en La
doctrina de la guerra justa, reflexiona en torno de las nociones de los
intereses racionales y de los intereses razonables.[vii]
La paz justa y duradera para los pueblos es, en Rawls, una razón que justifica
la guerra, y es también la guerra un fracaso de la política. La razonabilidad
rowniana no es la razonabilidad del Estado, sino la razonabilidad del pueblo, y
son entonces los consensos culturales los que acreditan o desacreditan la
moralidad de una guerra, sin importar por supuesto el veredicto de la historia.
Por su parte Michael Hardt y Antonio Negri[viii]
afirman que el renovado interés por la bellum
justus, o guerra justa, no es sino el resurgimiento del concepto de
“imperio”. Tradicionalmente, conceptos como estos descansan en la idea de
que cuando un Estado debe confrontar una amenaza de agresión que pueda poner en
peligro su integridad territorial o su independencia política, adquiere ipso
facto el «jus ad bellum», es decir,
el derecho a la guerra. Aquí la guerra adopta un sentido político y se legitima, a la luz del derecho, en la noción de la
soberanía territorial de los Estados. Ahora las ideas de la justicia bélica se
justifican en sí mismas y abandonan los preceptos de la dignidad de las guerras
antiguas. Respecto de la guerra justa
no son ajenas algunas consideraciones como las siguientes ¿se trata de una
guerra de un Estado fuerte contra un Estado débil o de un fuerte contra un
fuerte? Si bien es cierto que, ante el derecho internacional todos los Estados
son iguales entre sí, la verdad es que una guerra entre una potencia militar y
un país endeble sería, de entrada, inmoral, porque no se justifica el uso de
la fuerza cuando la fuerza sale sobrando.
De esta manera, no me parece bien ubicada la sentencia del cahier masónico del Tercer Grado franco latino cuando intenta
justificar tanto la licitud como la necesariedad de la guerra, aún cuando sea
ésta el único recurso para preservar nuestros derechos. Yo podría decir,
incluso en mi condición masónica del Ancient
Craft y en la más pura devoción al espíritu hirámico, y en mi más
explicita lealtad al ideario escocés y yorkino, que las guerras antiguas,
justificadas o no, legítimas o no, eran más aceptables, incluso éticas, en
tanto tenían una “causa”, un sentido de misión,
un estandarte, un baucent templario
que enarbolar y defender con la dignidad del cuerpo y de la lucha frontal, «face
to face»; pero las guerras actuales, justas o no, lícitas o no, legales o
no, legítimas o no, son guerras de la aniquilación, guerras de la inmolación
y del exterminio, son guerras a distancia, guerras en las que tercia la supremacía
tecnológica, económica y militar, y ya no la potestad del valor, de la fuerza
y del patriotismo, sino el ventajismo de la electrónica, que es lo mismo, en el
caso de la guerra, que la preeminencia de la cobardía. Y estas guerras no son
las que proclama el Tercer Grado, son guerras ajenas a Hiram Abif, al menos al
Hiram Abif franco latino, y ajenas por
supuesto al predicamento del valor y de la justicia que debe proclamar al
universo quien, por virtud del trabajo iniciático, llega a conocer la Acacia.
[i]
Cahier del Grado de Maestro, M.R.G.L. “Valle de México”.
Ed. Menphis. México, 1978, p. 8 y ss. Versión similar al cahier
de la M.R.G.L. “Unida Mexicana” de Libres y Aceptados Masones de Veracruz.
[iii]
Dudo
que lo sea en la masonería norteamericana
y europea, y declaradamente no lo es en la masonería yorkina.
[iv]
Ver La doctrine de la guerre juste, de
saint Agustin a nous hours, París, 1935.
[v]
J.
Lecrercq en Saint Bernard’s Attitude
Toward War¸Historia Cistercense de los Estudios Medievales. 1976.
[vi]
Demerger, Alain, en Auge y caída de los
Templarios, Roca, México, 1988, p. 28 y ss.
[vii]
Ver
http://www.udg.es/lletres/nova_web/observatori/textos/doctrina_guerra_justa.htm
[viii]
Ver
la Jornada del 12/10/01.
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